miércoles, 1 de abril de 2009

"Wash Jones" (William Faulkner)

Sutpen se quedó de pie junto al jergón de paja donde estaban tendidas la madre y el bebé. Por entre las alabeadas tablas de la pared caía el temprano sol mañanero en largas pinceladas, listando sus piernas abiertas y la fusta de cabalgar que llevaba en la mano, y cruzando la silueta inmóvil de la madre, que lo miraba con sus quietos, inescrutables y tristes ojos. A su costado yacía el hijo envuelto en un retazo de tela deshilachada pero limpia. Atrás de ellos, una vieja negra estaba sentada en cuclillas junto a la tosca chimenea donde se consumía una exigua fogata.

-Bueno, Milly -dijo Sutpen-. Lástima que no seas una yegua. Entonces podría darte un pesebre decente en el establo.

La del jergón no se movió. Siguió, sencillamente, mirándolo sin expresión, con su cara joven, triste, inescrutable y pálida todavía por el trance reciente. Sutpen se movió, descubriendo bajo las pinceladas astilladas de sol el rostro de un hombre de sesenta años. Dijo con voz queda a la negra sentada en cuclillas:

-Grisel parió esta mañana.

-¿Potro o potranca? -preguntó la negra..

-Un caballo. Un potro de lo más fino... ¿Qué es esto?

Y, al hablar, señaló con la mano que empuñaba la fusta el jergón de paja..

-Yegua, se me hace..

-Sí -insistió Sutpen-. Un potro de lo más fino. Va a ser el retrato mismo del viejo Rob Roy que monté cuando me fui para el Norte en el año 1861. ¿Recuerdas?

-Sí, amo.

-Escucha -le dijo, echando otra mirada al jergón.

Nadie podía decir si la madre seguía mirándolos o no. Él señaló con la fusta otra vez hacia la cama.
-Usa cuanto tenemos a mano para atender cualquier necesidad de los dos.

Salió, cruzando la puerta desvencijada y metiéndose por el espeso yuyal (contra el rincón del pórtico seguía todavía apoyada y poniéndose roñosa la guadaña que prestara a Wash hacía tres meses, para cortarlo), donde esperaba su caballo, que Wash sujetaba por las riendas.

Cuando el coronel Sutpen se fue a pelear contra los norteños, Wash no lo acompañó.

-Estoy atendiendo la hacienda y los negros del Coronel -decía a quien se lo preguntara y a algunos que no se lo preguntaban. Era un hombre flaco, castigado por el paludismo, de ojos interrogantes y descoloridos, que aparentaba treinta y cinco años, aunque todo el mundo sabía que no sólo tenía una hija sino también una nieta de ocho años.

Aquello era mentira, como sabían muy bien la mayor parte de las personas a quienes se lo decía... los escasos hombres que quedaban, entre los dieciocho y los cincuenta años de edad. También había algunos que creían que él mismo se lo creía, aunque veían que había tenido el seso suficiente para no poner su dicho a prueba con la señora Sutpen ni con los esclavos de Sutpen. Según murmuraban las malas lenguas, éstos estaban bien enterados, sólo que, acaso, eran demasiado indolentes y apáticos para hacer averiguaciones; ellos sabían que la única relación de Wash con la hacienda de Sutpen era que, durante muchos años, el Coronel le había permitido usar la choza desvencijada que Sutpen construyera en sus tiempos de soltero para cabaña de pesca en un pantano del río que cruzaba la hacienda y que, desde entonces, se había ido deteriorando por falta de uso, y ahora parecía una fiera o vieja que se hubiera arrastrado, derregándose hasta allá, para llenar de agua sus fauces mientras moría.

Los esclavos de Sutpen se habían enterado de lo que andaba diciendo, los hizo reír. No era la primera vez que se reían de él y que a sus espaldas lo llamaban basura blanca... Pero ya se iban atreviendo a preguntarle, cuando iban en grupo y se lo encontraban en la solitaria vereda que llevaba al pantano y al antiguo pescadero:

-¿Por qué no estás en la guerra, hombre blanco?

Él se detenía, miraba el coro de caras negras y blancos ojos y dientes, tras los cuales se adivinaba la burla, y decía:

-Porque tengo una hija y una familia a quien cuidar. ¡Fuera de mi camino, negros!

-¿Negros? -repetían ellos-. ¿Negros? -volvían a decir, riéndose ya descaradamente-. ¿Quién es él para llamarnos negros?

-Sí, yo no tengo negros para que cuiden a los míos si me voy.

-Ni otra cosa que esa cabaña donde el Coronel no nos deja vivir a nosotros.

Él entonces los injuriaba; a veces los perseguía con algún palo que agarraba del suelo poniéndolos en fuga, pero sin lograr que no volvieran a rodearlo de nuevo con aquellas risotadas negras, burlonas, huidizas, inevitables, que lo dejaban jadeante, impotente y furioso.

Cierta vez, ocurrió en el mismo patio trasero de la casona. Fue después de haberse recibido noticias desastrosas de las monatñas de Tenesí y de Vicksburg, cuando Sherman atravesó la plantación y la mayor parte de los negros lo siguieron. Casi todos los demás, se lo llevaron también las tropas federales, y la señora Sutpen mandó decir a Wash que podía comerse los racimos de uva chinche que maduraban en la parra del patio trasero. Ahora se trataba de una sirvienta de la casa, una de las pocas negras que se quedaron. Tuvo que huir por la escalera que subía a la cocina, pero desde ahí ella se dio vuelta:

-Quieto ahí, hombre blanco. No dé un paso más. Nunca ha entrado hasta acá cuando estaba el Coronel, y ahora no lo va a hacer tampoco.

Y era verdad. Pero por su propio orgullo: jamás lo había intentado; aunque estaba convencido de que si lo hubiese hecho, Sutpen se lo habría permitido y lo habría recibido.

“Pero no voy a consentir que una negra inmunda me diga que no puedo pasar donde me da la gana”, pensó. “Ni voy a dar siquiera al Coronel ocasión para tener que maldecir a una negra por algo que yo haga”.

Y eso, a pesar de que él y Sutpen habían pasado más de una tarde juntos, los escasos domingos en que no había gente en la casa. Acaso, en el fondo de su mente, sabía que aquello se debía a que Sutpen no tenía otra cosa que hacer, porque era un hombre que aguantaba siquiera su propia compañía. Sin embargo, seguía en pie el hecho de que los dos se pasaban tardes enteras bajo la parra, Sutpen acostado en la hamaca y Wash en cuclillas contra un poste. Entre ellos había un balde de agua y empinaban la misma damajuana para echarse un trago tras otro. Y, en los días de semana, contemplaba Wash la figura de aquel hombre montado sobre un arrogante potro negro, galopando por la hacienda. Los dos eran de la misma edad, casi exactamente, aunque ninguno de ellos lo creyó nunca, quizás porque Wash tenía un nieto y el hijo de Sutpen era un joven que seguía yendo a la escuela.

Cuando contemplaba aquella escena del galope, se le sosegaba el corazón y se sentía orgulloso. Acaso se le antojaba que aquel mundo de los negros, quienes, según la Biblia, habían sido creados y maldecidos por Dios para ser como bestias y esclavos al servicio de todos los hombres de piel blanca, y que vivían mejor y tenían mejor casa y hasta mejor ropa que él y los suyos; aquel mundo en el que siempre escuchaba el eco de las carcajadas negras burlándose de él, no era más que un sueño y una ilusión, y que el verdadero mundo era éste a través del cual su apoteosis solitaria parecía galopar a lomos de aquel potro pura raza, pensando cómo el Libro decía también que todos los hombres estaban creados a imagen de Dios y, por lo tanto, todos llevaban la misma imagen, a los ojos de Dios por lo menos; de tal manera que podía decir, como si hablara consigo mismo:

-Qué hombre tan arrogante y tan bien plantado. Si el mismo Dios bajase la tierra y cabalgase sobre ella, así es como sería.

Sutpen regresó en 1865, montando el caballo negro. Parecía haber envejecido diez años. Su hijo había perecido en el frente el mismo invierno en que falleciera su esposa. Regresó (después de haber recibido de manos del General Lee un diploma en que se acreditaba su valor) a la arruinada hacienda, donde su hija llevaba ya un año viviendo casi a expensas de la menguada generosidad del hombre a quien quince años antes, diera permiso para habitar la miserable choza del pescadero, de la que ni siquiera se acordaba ya. Allí estaba Wash esperando, con el mismo aspecto de siempre; enjuto todavía, sin que los años pasaran por él, con su mirada descolorida e interrogante, con su aire desconfiado, entre servil y familiar:

-Bueno, Coronel -lo saludó Wash-. Nos mataron pero no nos derrotaron todavía ¿verdad?

A eso, más o menos, se redujeron sus conversaciones durante los cinco años siguientes. El whisky que bebían ahora del mismo jarro de barro era de inferior calidad, y ya no se reunían bajo la parra. Ahora era en los fondos del tenducho que consiguió instalar Sutpen al costado de la carretera: una despensa cuadrada, con anaqueles, donde vendía, ayudado por Wash (que le servía de mozo y empleado), petróleo, productos alimenticios corrientes, golosinas rancias de colores y abalorios baratos y cintas a los negros o los blancos pobres como el mismo Wash, quienes llegaban a pie o en mulas escuálidas y regateaban hasta el aburrimiento unas cuantas monedas de diez o de veinticinco centavos con el hombre a quien vieran en otros tiempos galopar (el caballo negro vivía todavía; la caballeriza que ocupaba su celosa cría estaba en mejores condiciones que la casa en que habitaba su mismo amo) más de dieciséis kilómetros sin salir de sus fértiles terrenos, y que había tenido a sus órdenes tropas valerosas en la guerra; hasta que Sutpen, furioso, mandaba salir a todo el mundo del tenducho, cerraba las puertas y las atrancaba por dentro. Entonces se metían los dos en la parte de atrás y empezaban a beber. Pero ya la conversación no era tranquila, como cuando Sutpen se tumbaba en la hamaca, pronunciando un monólogo ampuloso, mientras Wash se mataba de risa sentado en cuclillas contra su poste. Ahora también se sentaban los dos, pero Sutpen ocupaba la única silla mientras Wash echaba mano de cualquier cajón o cacharro, y eso por poco tiempo; porque enseguida empezaba Sutpen a subirse por las paredes en un ataque de furia, impotente, levantándose como un desaforado y volviéndose a sentar, para declarar una vez más que iba a agarrar su pistola y a ensillar su caballo negro y y a salir galopando hasta Washington y matar a Lincoln, que ya entonces estaba muerto, y a Sherman quien entonces era un civil.

-Voy a matarlos -vociferaba-. ¡Voy a acribillarlos a tiros, como a perros, que es lo que son...!

-Sí, Coronel; sí, Coronel -decía entonces Wash, sujetándolo antes de que se cayera.

Después mandaba a parar la primera diligencia que pasara, y si no había ninguna, caminaba mil seiscientos metros hasta la casa más cercana y pedía prestado un carruaje con el que regresaba y se llevaba a Sutpen. Ahora ya entraba en la casa. Lo había venido haciendo desde mucho antes llevándose a Sutpen en el primer carruaje que pudiera conseguir prestado animándolo a que se moviera con murmullos halagadores, como si fuera un caballo o un potro. La hija salía a su encuentro y les abría la puerta sin decir palabra. Cargaba él entonces con su fardo a través de la entrada que en otros tiempos estaba reservada a muy pocos, antes blanca y todavía rematada por un abanico de cristales importados pieza por pieza de Europa, aunque faltaba uno de ellos y se había tapado su hueco con una tabla clavada. Luego seguía adentro, pasando la alfombra de terciopelo, sin peto ninguno ya, y subía la suntuosa escalinata que ahora no era más que un espectro desvencijado y descolorido de tarimas desnudas entre dos franjas de pintura desvaída, hasta llegar a la alcoba. Ya había oscurecido mientras tanto; dejaba su carga despatarrada en la cama, lo desnudaba y se sentaba en silencio a su lado en una silla. Al poco tiempo, se asomaba la hija a la puerta.

-Ya se arregló todo -solía decirle él-. No se preocupe, señorita Judith.

Luego oscurecía y, al cabo de un rato, se tendía en el suelo junto a la cama, aunque no se quedaba dormido, porque no tardaba el de la cama en agitarse -a veces antes de la media noche-, emitir un gruñido y luego preguntar:

-¿Wash?

-Aquí estoy, Coronel. Vuélvase a dormir. Todavía no nos han derrotado, ¿verdad? Con usted y conmigo no hay quien pueda.

Por aquellas fechas, ya había visto Wash la cinta que llevaba su nieta en la cintura. Tenía quince años y era mujer, según ocurría un tanto prematuramente a las muchachas como ella. Sabía la procedencia de aquella cinta; se la había venido viendo con todo lo demás diariamente desde hacía tres años; y de nada le hubiese valido mentirle sobre dónde la había conseguido, cosa que a ella no se le ocurrió, porque se sentía, al mismo tiempo, orgullosa, mohína y temerosa.

-No está mal -le dijo su abuelo-. Si el Coronel quiso regalártela, supongo que le habrás dado las gracias.

No se alarmó ni cuando vio el vestido y observó la expresión misteriosa, desafiante y atemorizada que había en su rostro mientras le decía que la señorita Judith la había ayudado a hacérselo. Pero se puso muy serio al acercarse a Sutpen aquella tarde cuando cerraron la tienda y se fueron al fondo del local.

-Tráete el jarro -le mandó Sutpen.

-Espere -contestole Wash-. Es sólo un momento.

Sutpen no le negó lo del vestido.

-¿Qué tiene de particular? -le preguntó.

Wash resistió su mirada fija y arrogante y le habló quedamente:

-Lo conozco a usted desde hace veinte años. Nunca me he opuesto a hacer lo que usted me ordena. Y ya voy para los sesenta... Y ella es una niña que no pasa de los quince años de edad.

-¿Estás insinuando que le he hecho algún mal? ¿Yo que soy tan viejo como tú?

-Si fuera usted otro hombre, yo diría que estaba tan viejo como yo. Pero, viejo o no viejo, no la dejaría quedarse con ese vestido ni nada que no viniese de la mano de usted. Pero usted es distinto.

-¿En qué consiste la diferencia?

Wash se limitó a clavarle los ojos descoloridos, inquisitivos y sobrios.

-¿Entonces es por eso por lo que me tiene miedo?

Ya la mirada de Wash dejó de ser interrogante. Era tranquila y serena.

-Yo no tengo miedo. Porque usted es valiente. No es porque fue valiente en un minuto o en un día de su vida, y pueda lucir un papel que le dio el general Lee para demostrarlo. No, usted es valiente, lo mismo que vive y respira, en eso consiste la diferencia. No hace falta escritura de nadie que me lo venga a decir. Y me consta que lo que maneje o toque usted, lo mismo un regimiento de hombres que una muchacha ignorante o un perro de presa, usted sabe lo que hace.
Ahora fue Sutpen el que apartó de él la vista, y con un movimiento brusco y repentino le dijo sin más:

-Tráete el jarro.

-Cómo no, Coronel.

Como íbamos diciendo, al amanecer de aquel domingo, dos años más tarde, su corazón siguió tranquilo, aunque preocupado, después de observar a la partera negra, a la que había ido a buscar tras una caminata de cuatro kilómetros, penetrar por la puerta desvencijada, del otro lado de la cual yacía su nieta quejándose. Sabían lo que todos habían venido diciendo... los negros de las cabañas de la hacienda y los blancos que rondaban todo el día por los alrededores de la hacienda, espiando en silencio a los tres, a Sutpen, a él y a su nieta, con aire provocativo y ligeramente retador a medida que su estado se iba haciendo cada día más visible y palmario. Eran como tres actores que entrasen y saliesen de escena.

“Ya sé lo que están chismorreándose al oído”, pensó. “Casi me parece oírlo: Wash Jones se ha amarrado, por fin, al viejo Sutpen... Le ha llevado veinte años, pero por fin se salió con la suya”.

Dentro de poco amanecería, pero todavía no. Desde el interior de la casa, donde la lámpara macilenta brillaba tenuemente más allá del marco torcido de la puerta, salía periódicamente, como al compás de algún reloj, la voz de su hija. Su pensamiento se deslizaba lento y aterrador, con dificultad, como si se mezclase a cierto rumor de cascos galopantes, hasta que, de repente, emergió a galope corto la silueta enhiesta del hombre a lomos de su caballo arrogante; y luego se destacó también con contornos claros lo que estaba perturbando su pensamiento; pero no como justificación ni explicación siquiera, sino como una apoteosis, solitaria, explicable, por encima del contacto grosero de los hombres:

Es más grande que todos esos norteños que mataron a su hijo y a su esposa y se llevaron a sus negros y arruinaron su plantación; más grande que esta maldita tierra en la cual encajaba a la medida y que le ha negado hasta una tienducha en el campo; más grande que la negativa que sintió en los labios tan amarga como la copa del Libro. ¿Cómo podía yo haber vivido tan cerca de él veinte años sin que me hubiese cambiado y tocado? Acaso no sea tan grande como él o no he galopado como él. Pero he sabido llevarle la corriente. Entre él y yo sabemos hacerlo, sólo con que me diga qué es lo que quiere.

Amaneció. De repente distinguió la casa y la vieja negra que lo miraba desde la puerta. Luego notó que la voz de su nieta se había callado.

-Es una niña -le dijo la negra-. Puede ir a contárselo a él si quiere.

Y, con esto, volvió a entrar en la casa.

-Una niña -repetía Wash-. Una niña.

En su estupor, casi no oyó los cascos galopantes, ni la silueta arrogante que volvió a emerger. Se quedó observándola, como si la viese pasar al galope a través de acontecimientos que marcasen la acumulación de los años, del tiempo, hasta el momento sublime en que cabalgaba bajo el sable que blandía y una bandera desgarradora, precipitándose furiosamente contra un cielo del color del azufre explosivo. Era la primera vez en su vida que pensaba que acaso Sutpen fuese un hombre y un viejo como él mismo.

“Ha tenido una niña”, reflexionaba en medio de aquel aturdimiento, con la sorpresa alborozada de un niño: “Sí, señor. Parece mentira pero he llegado a ser bisabuelo”.

Entró en la Casa. Avanzaba a pasos torpes de puntillas, como si ya no viviese allí, como si el bebé que acababa de tomar su primer aliento y de llorar a la luz lo hubiese desposeído, aunque fuese de su misma sangre. Pero, sobre el camastro de paja, apenas divisaba otra cosa que la mancha difusa del rostro demacrado de la nieta. La negra, sentada en cuclillas junto al hogar, habló:

-Será mejor que se lo diga, si va a decírselo... Ya es de día.

Pero no hacía falta. Apenas torció la esquina del pórtico donde estaba apoyada la guadaña que pidió prestada a su amo tres meses antes, para segar las malezas que estaba pisando, cuando se presentó Sutpen a caballo. No se puso a pensar cómo se había enterado. Supuso sin más que era eso lo que había traído al otro a horas tan tempranas de la madrugada del domingo, y se quedó plantado hasta que desmontó, quitándole después las riendas de la mano. En su cara apergaminada había una expresión casi de imbecilidad, mientras le decía con cierto aire cansado de triunfo:

-Es niña, Coronel. Porque... usted es tan viejo como yo...

Sutpen lo dejó con la palabra en la boca, pasó por delante de él y penetró en la casa. Él se quedó con la brida en la mano oyendo los pasos de Sutpen que se acercaban al camastro. Oyó lo que dijo, y algo pareció morir en él antes de hacer el menor movimiento.

Ya había subido el sol, ese sol rápido de las latitudes del Misisipí, y se le ocurrió que estaba bajo un cielo desconocido, ante un escenario extraño, que sólo le resultaba familiar como las cosas que se ven en sueños... como el que sueña que se cae de una altura cuando jamás ha ascendido.

“No es posible que haya oído lo que creo que he oído”, pensó sin abrir la boca. “Sé que no puede ser”.

Sin embargo, la voz, aquella voz familiar que pronunciara las palabras, seguía todavía hablando, contándole a la vieja negra no sé qué de un perro recién parido aquella madrugada.

“Por eso se ha levantado tan temprano”, pensó. “Eso es. Ni por mí ni por mi gente. Ni siquiera lo que es suyo le ha hecho levantarse de la cama”.

Sutpen salió. Se metió por la maleza, andando a pasos lentos y pesados que habrían sido rápidos cuando era más joven. Todavía no había mirado cara a cara a Wash. Pero fue diciéndole:

-Va a quedarse Dicey a atenderla. Será mejor que tú...

Entonces pareció advertir que Wash se le estaba poniendo por delante y se detuvo.

-¿Qué? -inquirió.

-Dijo usted... -El mismo Wash se oía la voz como si sonase a hueco o a graznido, como la de un sordo-. Dijo usted que si fuese una yegua, podría darle un buen pesebre en la cuadra...

-¿Y qué? -le preguntó Sutpen.

Cuando Wash empezó a avanzar hacia él, con los hombros ligeramente caídos, se le abrieron y cerraron los ojos, como puños que se crispan y relajan. Por un momento Sutpen se quedó clavado en el suelo asombrado, observando a aquel hombre a quien, durante veinte años, no había visto hacer movimiento alguno sino a su mando, como el caballo que montaba. De nuevo se entornaron y se abrieron sus ojos. Aunque no se movió, le pareció que empezaba a retroceder de repente.

-¡Atrás! -le dijo brusca y destempladamente-. No me toques.

-Voy a tocarlo a usted, Coronel -le contestó Wash, sin dejar de avanzar, con aquella voz queda, tranquila y casi dulce.

Sutpen levantó la mano en que empuñaba la fusta; la vieja negra espió por la puerta derrengada con su cara de gárgola o de gnomo decrépito.

-Atrás, Wash -repitió Sutpen.

Y sacudió un fustazo. La vieja negra pegó un salto hacia la maleza con la agilidad de una cabra y se perdió de vista. Sutpen zurció de nuevo la cara de Wash con el látigo, haciéndolo caer de rodillas. Cuando se levantó, empuñaba en sus manos la guadaña que le prestara Sutpen tres meses antes y que ya no le iba a hacer falta para nada.

Cuando Wash entró en la casa, su nieta se agitó en el jergón y lo llamó con miedo.

-¿Qué fue eso? -le preguntó.

-¿Qué fue qué, hija?

-Ese alboroto ahí fuera.

-No fue nada-contestó él suavemente, arrodillándose a su lado y tocándole la frente con mano torpe-. ¿Quieres alguna cosa?

-Un trago de agua- murmuró ella con voz quejumbrosa-. Llevo ya mucho tiempo con ganas de tomar un trago de agua, pero no hay nadie que me haga caso ni a quien yo le importe nada.

-Ahora mismo -le dijo él cariñosamente.

Se levantó con movimiento tiesos, le trajo el cubo de agua, le levantó la cabeza para que pudiese beber y luego se la apoyó otra vez en el camastro, observando cómo se daba vuelta con cara de piedra hacia su criatura. Pero un momento después vio que estaba llorando en silencio.

-Vaya, vaya -le dijo, aplacándola-. No debes hacer eso. La vieja dice y asegura que es una nena muy bonita. Ya pasó todo. Ya pasó todo. No hay por qué llorar ahora.

Pero ella siguió vertiendo lágrimas silenciosas, melancólicamente, y él se levantó de nuevo y estuvo junto al camastro, inquieto, algún tiempo, posando lo mismo que cuando pasara por aquel trance su esposa primero y luego su hija:

“Estas mujeres... Son un misterio para mí. Parece que los quieren tener, pero cuando los tienen, se ponen a llorar. Son un misterio para mí. Para cualquier hombre”.

Se apartó del camastro, arrimó una silla a la ventana y se sentó.

Estuvo así toda aquella larga, luminosa y soleada mañana, esperando junto a la ventana. De cuando en cuando, se levantaba y se aproximaba de puntas de pie al jergón. Pero ya su nieta se había quedado dormida, con la cara triste, tranquila y cansada, y la nena en el hueco de sus brazos. Luego volvió a la silla, se sentó una vez más, esperó y se extrañó de cómo tardaban tanto, hasta que recordó que era domingo. Estaba tan tranquilo, en la misma postura, a media tarde, cuando dio la vuelta a la esquina de la casa un muchacho blanco y, al toparse con el cadáver, lanzó un grito ahogado, levantó los ojos y miró como hipnotizado, un momento, a Wash, quien seguía en la ventana, terminando por volverse y escapar a toda carrera. Luego Wash se levantó y se acercó de puntas de pie, como antes, al jergón.

Su nieta se había despertado, acaso al oír el pequeño grito del muchacho.

-Milly -le preguntó el abuelo-, ¿tienes hambre?

Ella no contestó y volvió la cara para otro lado.

Wash encendió una fogata en el hogar y se puso a preparar la comida que había llevado el día anterior: era un pedazo de mantequilla y pan frío de borona; echó agua en el pote rancio del café y la calentó. Pero ella no quiso probar nada cuando le llevó su ración; así que él comió solo y en silencio, dejando los platos como estaban, después de lo cual se volvió a la ventana.

Ahora le pareció sentir, casi tocar, a los hombres que deberían estarse reuniendo con caballos, escopetas y perros... Aquel grupo de curiosos y vengativos hombres de la calaña de Sutpen, quienes se sentaran con él a la mesa en aquellos tiempos en que Wash no podía acercarse a la casa más que hasta la parra, hombres que además habían enseñado a los inferiores cómo había que jugarse la vida en la batalla y tenían, acaso, también papeles firmados por los generales, atestiguando que estaban entre los valientes de primera fila, que galoparon arrogantes y ufanos, como Sutpen, en aquellos viejos tiempos, por las feraces plantaciones a lomos de caballos finos... símbolos, por lo tanto, de admiración y de esperanza, al mismo tiempo que instrumentos de desesperación y luto.

Ellos esperaban que huyera. Pero a él le parecía que tenía más de qué huir en relación a otras cosas que huir de esta gente. Si emprendía la fuga, todo se limitaría a volver la espalda a una gavilla de desalmados y fanfarrones para toparse con otros iguales a ellos, pero todos los de esa ralea eran de la misma clase, por lo menos en la tierra que él conocía... Y era viejo, demasiado viejo hasta para huir, si es que lo fuera a hacer. Jamás lograría escapar, por mucho que corriera y por muy lejos que fuera: un hombre con cerca de sesenta años de edad no podía ir muy lejos. No lo suficientemente lejos para rebasar las fronteras de la tierra en que vivían hombres como aquellos, que imponían el orden a su antojo y dictaban las normas de vida. Le pareció comprender ahora por primera vez, al cabo de cinco años, cómo fue que los norteños o cualquier otro tipo de ejército viviente había logrado derrotarlos: a ellos, los valientes, los pundonorosos, los bravos, los que tenían acreditado su honor, su nobleza y su hidalguía, y los escogidos como dechados de todos. Acaso si él hubiese ido a la guerra con ellos, lo hubiese descubierto antes. Pero si los hubiese descubierto antes, ¿qué habría sido de su vida después?, ¿cómo habría podido recordar durar cinco años su vida anterior?

Ya estaba acercándose el sol hacia su ocaso. La criatura había estado llorando; cuando se aproximó al camastro, vio a su nieta amamantándola con su misma cara amada, inescrutable.

-¿No tienes hambre todavía? -le dijo.

-No quiero nada.

-Tienes que comer.

Ella ya no contestó y miró a su bebé. Wash volvió a su silla y vio que se había puesto el sol.
“Ya no pueden tardar mucho”, pensó.

Le parecía sentirlos ya muy cerca, al grupo de los curiosos y vengativos. Hasta se imaginaba que los estaba oyendo, que entendía lo que decían de él, lo que pensaban después de haberse sobrepuesto al primer arrebato de furia: “Ese viejo Wash Jones ha dado por fin un tropezón. Creyó tener atrapado a Sutpen, pero éste lo engañó. Creyó haber comprometido al Coronel a casarse con la muchacha o a pagar. Y el Coronel rehusó”.

-¡Pero si yo nunca pensé en eso, Coronel! -exclamó en voz alta, sorprendiéndole el eco de su propia voz y volviendo enseguida la cabeza para encontrarse con los ojos de su nieta que lo miraba.

-¿Con quién estabas hablando? -le preguntó ella.

-No era nada. Pensaba, por lo visto, y se me escapó alguna palabra sin querer.

De nuevo su cara se fue desdibujando... ya él no la veía más que como una mancha lívida a la luz del crepúsculo.

-Ya decía yo... me parece que tienes que gritar más fuerte para que él te oiga, para que te oiga desde afuera de la casa. Y creo que vas a tener que hacer algo más que gritar para que él se presente aquí.

-Claro, claro -replicó Wash-. Pero no te apures ya. -Le costaba trabajo pensar, pero fue expresándose poco a poco-: Ya sabes que yo nunca... Ya sabes que yo nunca he esperado, ni pedido nada a nadie, sino lo que he esperado de ti... Y nunca le pedí tal cosa... No creí que fuese a hacer falta. Yo dije: “No hace falta. ¿Qué necesidad tiene un hombre como Wash Jones de sospechar o dudar de otro a quien el general Lee en persona da fe en un papel escrito de su puño y letra de que es un valiente?” Valiente -se quedó pensando-. Mejor sería que ninguno de ellos hubiese vuelto a casa en 1865. -Pero en realidad, pensaba:

“Mejor sería que ni él ni yo, ni los suyos ni los míos hubiésemos nacido en esta tierra. Mejor sería que cuantos quedamos de nosotros fuésemos arrojados a tiros de la faz de la tierra, antes que otro Wash Jones vea su vida entera arrancada a tiras, arrugándose y retorciéndose como un manojo seco arrojado al fuego”.

Dejó de pensar y se quedó inmóvil. Oyó los caballos, de repente, sin lugar a dudas; poco después vio el reflejo de la linterna y las siluetas de hombres que se movían y percibió los relucientes caños de las escopetas, su inquieto fulgor. Pero no se movió Ya era casi noche cerrada. Oyó las voces y el rumor de los arbustos, según iban rodeando la casa. Apareció de lleno la linterna; sus reflejos iluminaron el cuerpo inerte que yacía entre los matorrales y se detuvo, proyectando altas sombras de caballos y jinetes. Un hombre desmontó y se agachó a la luz del farol sobre el cadáver. Empuñaba una pistola. Cuando se incorporó miró a la casa.

-Jones -dijo.

-Aquí estoy -contestó tranquilamente Wash desde la ventana-. ¿Es usted, mayor?

-Salga.

-Ahora mismo -contestó sin levantar la voz-. Espere que atienda primero a mi nieta.

-Nosotros la atenderemos. Salga, vamos.

-Ahora mismo, mayor. Un momento.

-Háganos una señal con la luz. Encienda su lámpara.

-Ahora mismo. En un momento.

Oyeron cómo se perdía su voz en el interior de la casa, aunque no pudieron ver cómo se acercaba rápidamente a la grieta de la chimenea donde guardaba su cuchillo de caza: lo único de valor que había en su vida y en su hogar.

Se enorgullecía de él por lo agudo de su filo. Se fue hacia el camastro, desde el cual salió la voz de su nieta:

-¿Quién es? Enciende la lámpara, abuelo.

-No va a hacer falta luz, hija. Sólo me va a llevar un momento -le contestó, arrodillándose, andando a tientas hacia el lugar desde donde saliera su voz y preguntándole en un susuro-. ¿Dónde estás?

-Aquí mismo -contestó ella con voz medrosa-. ¿Dónde quieres que esté? ¿Qué es lo que...? -la mano de él le tocó la cara-. ¿Qué es...? ¡Abuelo! ¡Abue...!

-Jones -repitió el otro-. ¡Salga afuera!

-Un momento nada más, mayor -replicó él.

Entonces se levantó y empezó a moverse rápidamente. Sabía a oscuras dónde estaba la lata de petróleo, y le constaba que estaba llena puesto que, no hacía dos días, la había llenado en la tienda y la tuvo guardada allí hasta que se la llevó a caballo a casa, porque pesaban mucho diecinueve litros. Todavía quedaban algunas brasas en el hogar; además, la destartalada casucha era como yesca: las brasas, la chimenea y las paredes explotaron en una sola llamarada azul.

Recortándose contra ella, los hombres que esperaban lo vieron abalanzarse hacia afuera, en un instante frenético, guadaña en mano, mientras los caballos retrocedían y corcoveaban aterrados. Los frenaron y lograron volverlos hacia el resplandor. La magra figura seguía destacándose fiera y serenamente, avanzando contra ellos y blandiendo la guadaña.

- iJones! -le gritó el jefe-. ¡Alto! ¡Alto o disparo! iJones! iJones!

La espectral y furiosa figura continuaba proyectándose contra el fondo encendido de las llamaradas crepitantes. Con la guadaña en alto arremetió contra ellos, contra los ojos desorbitados y empavorecidos de los caballos y los relampagueantes caños de las escopetas, sin un grito, sin una palabra.