sábado, 28 de febrero de 2009

"Casa tomada" (Julio Cortázar)

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

viernes, 27 de febrero de 2009

"Cortázar: Ahora dicen que escribía mal" (Jorge Lanata)

Ahora resulta que escribía cuentos malos.

Aquel tipo demasiado alto, con los ojos que García Márquez describió "tan separados como los de un novillo", aquel tipo que volvió a la Argentina del `83 con guayabera celeste y fumando Gitanes, el tipo que nos hizo buscar a La Maga o estirar el café en el London para saber de una vez si allí empiezan o terminan Los premios, ahora resulta que ese tipo escribía cuentos malos.

- ¿Y por qué vamos a publicar justo ahora algo sobre Cortáar? ¿Por qué, eh? ¿Qué se cumple? - pregunta un editor con lógica de cotillón.

- No, no se cumple nada.

- ¿Ves? Si vos me dijeras: a cinco años de, a seis días de, a dos horas y tres minutos de, todavía. O todavía mejor: a numeros redondos de, a diez años de, en las bodas de plata de.

- No. No se cumple nada redondo.

- Encima vos sabes de sobra que ahora todo el mundo discute a Cortázar.

- (Gesto de asombro, interjección de asombro) ¿Lo qué?

- Que lo discuten, no te hagas el boludo. La generación nueva lo discute.

(Dispuesto a interpretar la realidad, el periodismo imita la imagen del científico: sólo que en este caso lo que se ve no es un "grupo de entomólogos investigando una colonia de insectos", sino "grupo de insectos analizando a un entomólogo".

Primera observación de la colonia de insectos: el concepto "generación nueva" alude, en general, a ya no tan chicos de más de treinta. En Argentina, la Juventud Comunista bordea los cincuenta años, la pintura joven supera los treinta y cinco y la literatura bien, gracias.)

- ¿Y qué dice la generación nueva?

- Que Cortázar era ingenuo, casi o del todo cursi y que, por el otro lado, no escribía para nada bien.

- Ah.

- Dicen que es un escritor para adolescentes. Como Vasconcelos.

A la muerte de Joseph Conrad, Ernest Hemingway escribió en la Ontario Review:"¿Qué se puede escribir sobre él si ya está muerto?. Ahora los críticos se fascinan con Eliot y aseguran que Conrad escribía cuentos malos. Si alguien me dijera que triturando al señor Eliot hasta reducirlo a polvo fino y seco, y espolvoreando con él la tumba de Conrad, éste se levantaría y volvería a escribir, correría ya mismo hacia Londres con una máquina de picar carne". Para Hemingway los libros de Conrad se imponían de un tirón, y eran por eso de difícil relectura; volver a ellos significaba repetir, en vano, un acto de amor perfecto. De todos modos Hemingway siempre llevaba sus libros de Conrad en el equipaje, por motivos casi farmacéuticos; cuando estaba harto de la literatura impostada, releía a Conrad como se toma un vaso de agua fresca.

Para decirlo de otro modo: un grupo de argentinos ya no tan jóvenes cuya mayor transgresión fue fumar marihuana en el baño del Nacional Buenos Aires sostiene que Julio Cortázar escribía malos cuentos. Los ya no tan jóvenes censores son cooltos. A primera, segunda y tercera vista están mucho más cerca de los críticos que de los escritores, aunque siempre especulan con su "carrera", escriben calculadamente bien y no tienen nada que decir.

- ¿Y por qué Cortázar? Dale, decime... ¿Qué se cumple?

- No se cumple nada. Tengo toneladas de correspondencia que encontró Jaime Correas en Mendoza. Usé solo algunas cartas para escribir un cuento en Polaroids, y podríamos publicar el resto.

Frente a una colección de cartas cualquier mediocre se siente Dios: es fascinante observar como se dirigen los hombres hacia su destino, con la tensa seguridad de un acróbata, ignorando el siguiente paso, pero sintiéndose condenados a darlo.

En estas cartas Julio Cortázar vegeta en su escritorio de la Cámara del Libro, al final de los años cuarenta. Le escribe al Oso, a Sergio Sergi, el grabadista que conoció en Mendoza mientras enseñaba literatura:

"No se imagina lo cansado que estoy - le dice en mayo de 1948 - y cómo vivo. ¿Se acuerda de aquel proyecto de convertirme en traductor público? La cosa cuajó espléndidamente, pero tengo que recibirme en julio y eso significa meterme en el coco cinco materias de derecho antes de julio, amén de trabajos prácticos y examen final de idioma. Ahora estudio noche y día, y entre pedazos de estudio me trago mi pedazo de Cámara del Libro. Es horrible, pero en plena temporada musical no voy ni a un solo concierto. No me quedo jamás en el centro. Cuelgo el tubo apenas oigo un "Hola" en tono femenino menor. Tomo tónicos mentales, vitaminas, cerveza malteada. No leo novelas policiales. No escribo una línea. (...) Pero si me recibo antes de julio, dentro de un año seré mi propio patrón y tal vez entonces la vida adquiera un sentido menos repugnante que hasta ahora. En cuanto a la docencia, no quiero ni siquiera oír hablar de ella. El mes pasado rechacé una oferta para ir a Estados Unidos a enseñar literatura española. Eran cinco mil dólares anuales. Si me lo hubieran propuesto en enero o febrero, hubiese ido y ahora ya estaría bajo las miradas del presidente Truman. Pero ya no me convienen, prefiero atenerme a mi plan de acción.

Aquí van los cuentos que le devuelvo a Gladys. Pídale perdón por mi demora que me cubre de vergüenza. Ojalá pronto pueda hacerle llegar las historias en un buen volumen, pronto empezarán las tareas concernientes a la impresión, y tal vez en julio aparezcan".

Cortázar llevaba, en una valija prestada del Oso Sergi, los originales de Bestiario, que recién aparecería en 1951, editado por Sudamericana. Gladys, la mujer de Sergi, pasó aquellos cuentos a máquina en su casa de Mendoza. La familia aún conserva el manuscrito original del libro.

Nadie sabe en este país sin biografías si Cortázar cargó aquellos cuentos desde Chivilcoy, donde fue maestro normal. Las historias de Bestiario llegaron con su autor a Mendoza, donde fueron corregidas y donde el olvido le tendió una trampa. El propio Cortázar le dijo a Borges en París, años después, que "Casa tomada" fue su primer cuento publicado. Borges lo repite en un prólogo, en el que se presenta como el primer editor de Cortázar: "Casa tomada" se publicó en la revista Anales de Buenos Aires, con ilustraciones de su hermana Norah. Pero no fue así: la primera publicación de Cortázar fue en la revista Egloga, de Mendoza, dirigida por Américo Cali. En enero de 1945 se presentó "Estación de la mano". En Egloga se publicó también su primera entrevista: la firma al pie del cuento decía Julio A. Cortázar y no Julio Florencio Cortázar, como firmaba en aquellos años y como firmó su sofisticado ensayo sobre "La urna griega en la poesía de John Keats", publicado por la Universidad Nacional de Cuyo.

"Me alegro de que le haya gustado otra vez el cuento - le escribe a Sergi, refiriéndose a la publicación en Anales de "Casa tomada" - ¿Tan malos son los dibujos de Norah Borges? Me gusta el de los hermanos; el otro - la casa - no es lo que puse yo en el cuento. La casa es muy distinta, pero la imagen de los hermanos bajo la lámpara me parece bien".

La historia de aquellos años fue una constante despedida: salió de Mendoza bajo las presiones del gobierno peronista a la Universidad, y también dejó Buenos Aires camino a París.

"De lo que está ocurriendo en la Universidad - escribió al Oso en junio de 1946 - prefiero no decir nada pues conozco a medias la situación, y los informes de los diarios no son muy ilustrativos. Veo que la purga es y ha sido mayúscula, pero su alcance y su significado no me parecen enteramente claros. Más que nunca me alegro de haber rajado de ahí justo a tiempo, pues no creo que hubiera tolerado algunas cosas. Por ejemplo: me parece bien que hayan expedido a Villaverde y Blanco González, pero no me parece nada bien que los reemplacen con jóvenes tomistas. Admito la higiene, y creo que esos dos señores eran unos tartufos de la docencia, pero si se los fleta para reemplazarlos por caballeros ungidos por el Papa... ahí empieza mi oposición. Prefiero, cobardemente pero con una gran paz de espíritu, estar a 1140 kilometros del lugar donde ocurren tales cosas. (...) Aquí estuvo Vigo haciendo una exposición en Amauta. Fui a la inauguración ¡y encontré a toda la "inteligencia" de izquierda, claro! Mirando los grabados de Vigo se descubre dolorosamente que un artista no da todo de sí si no agrega la ciencia a la intuición pura. A veces una torpeza de dibujo malogra algo que podría ser magnífico. Pero cuando se dedica más tiempo a leer la biografía del padrecito Stalin que a mirar grabados de Durero, las consecuencias saltan a la vista."

- Sé cuando un cuento me gusta, porque tengo la necesidad de conocer al que lo escribió - decía J.D. Salinger en El cazador oculto.

Enumerar desenumerar

citar en desorden los motivos que me hicieron querer a Cortázar

en desorden, como en una carta:

· porque La Maga existe (¿cómo no evitar, si no, la compulsión a buscarla?)

· porque mi recuerdo dice que leí Rayuela de punta a punta en una tarde, sentado en un umbral de Sarandí, y cualquiera sabe que es imposible leer Rayuela en una sola tarde, aunque podría jurar que aquella fue solamente una extensa y soleada tarde leyendo ese libro que me habían prestado.

· porque en diciembre de 1983 Julio Cortázar, parado en la puerta de su departamento de Villa del Parque, giró la cabeza hacia la cocina para preguntar: "Mamita, ¿el señor puede pasar al living?Viene a hacerme una nota". "Sí, Julio, cómo no, que pase, que pase", le respondió la anciana de noventa y pico al larguísimo y azulado señor de 69. El otro, el comedido "señor" que esperaba en el pasillo era yo mismo a los 23 años, olvidándome todas las preguntas de aquel primer reportaje que iba a ser el último.

· por "Casa tomada", y porque creo a ciegas en la científica posibilidad de que me salgan conejitos por la boca; porque deben evitarse los velorios y porque cualquier idiota sabe que regalarle un reloj a una persona no es sólo eso sino todo lo contrario: es regalarle una persona al reloj, regalarle al reloj un cautivo del tiempo.

· también por aquellas palabras de W.H. Auden en "Retrato de un gran hombre":

"A veces escribía cartas extensas y memorables.

Pero no aguardaba ninguna."

viernes, 20 de febrero de 2009

"Patriotismo" (Yukio Mishima)

I
El veintiocho de febrero de 1936, al tercer día del incidente del 26 de febrero, el teniente Shinji Takeyama, del batallón de transportes, profundamente perturbado al saber que sus colegas más cercanos estaban en connivencia con los amotinados, e indignado ante la inminente perspectiva del ataque de las tropas imperiales contra tropas imperiales, tomó su espada de oficial y ceremoniosamente se vació las entrañas en la habitación de ocho tatami de su residencia privada en la sexta manzana de Aoba-cho, en el distrito Yotsuya. Su esposa, Reiko, lo siguió clavándose un puñal hasta morir.

La nota de despedida del teniente consistía en una sola frase: "¡Vivan las Fuerzas Imperiales!" La de su esposa, luego de implorar el perdón de sus padres por precederlos en el camino a la tumba, concluía: "Ha llegado el día para la mujer de un soldado". Los últimos momentos de esta heroica y abnegada pareja hubieran hecho llorar a los dioses. Es menester destacar que la edad del teniente era de treinta y un años; la de su esposa, veintitrés.
Hacía sólo dieciocho meses que se habían casado.

II
Los que contemplaron el retrato conmemorativo del novio y de la novia no dejaron de admirar, quizás tanto como quienes habían asistido a la boda, el elegante porte de la pareja.

El teniente, de pie junto a su esposa, estaba majestuoso en su uniforme militar. Su mano derecha descansaba sobre el puño de la espada y con la izquierda sostenía la gorra de oficial. Su expresión severa traducía claramente la integridad de su juventud.

En cuanto a la belleza de la novia, envuelta en sus blancas vestiduras, sería difícil encontrar las palabras adecuadas para describirla. Había sensualidad y refinamiento en sus ojos, en las finas cejas y en los labios llenos. Una mano, tímidamente asomada a la manga del vestido, sostenía un abanico, y las puntas de los dedos, agrupados delicadamente, eran como el capullo de una flor de luna.

Luego de consumado el suicidio, muchos tomaron la fotografía y se entregaron a tristes reflexiones acerca de las maldiciones que suelen recaer sobre las uniones sin tacha. Quizás fuera sólo efecto de la imaginación, pero, al observar el retrato, parecía casi que los dos jóvenes, ante el biombo dorado, contemplaran, con absoluta claridad, la muerte que los aguardaba.

Gracias a los buenos oficios de su mediador, el teniente general Ozeki, habían podido instalarse en su nuevo hogar de Aoba-cho, en Yotsuya. En realidad aquel nuevo hogar no era sino una vieja casona alquilada, de tres dormitorios y con un pequeño jardín detrás. Utilizaban la habitación del piso superior, de ocho tatami, como dormitorio y habitación de huésped, pues el resto de la casa no recibía la luz del sol.

No tenían sirvientes y Reiko cuidaba del hogar en ausencia de su marido.

El viaje de boda quedó postergado por coincidir con una época de emergencia nacional. El teniente y su esposa pasaron la primera noche de casados en la vieja casa. Muy tieso, sentado sobre el piso y con su espada frente a él, Shinji había hecho escuchar a su esposa un discurso de corte militar antes de llevarla al lecho nupcial. Una mujer que contraía matrimonio con un soldado debía saber y aceptar sin vacilaciones el hecho de que la muerte de su marido podría llegar en cualquier momento. Quizás al día siguiente. No importaba cuándo. ¿Estaba ella conforme con aceptarlo? Reiko se puso de pie y, abriendo la vitrina, tomó de ella su más preciado bien, un puñal regalado por su madre. Se comprendieron perfectamente sin necesidad de palabras y el teniente no puso nunca más a prueba la resolución de su mujer.

Durante los primeros meses que siguieron a la boda, la belleza de Reiko se hizo cada día más radiante. Brillaba, serena, como la luna después de la lluvia.

Como ambos estaban dotados de cuerpos sanos y vigorosos, su relación era apasionada y no se limitaba a las horas de la noche. En más de una ocasión, al volver a su hogar directamente del campo de maniobras, y aún con el uniforme salpicado de barro, el teniente había poseído a su mujer en el suelo, apenas abierta la puerta de la casa. Reiko le correspondía con el mismo ardor. En aproximadamente un mes, contando con la noche de bodas, Reiko conoció la absoluta felicidad, y el teniente, al comprobarlo, se sintió también muy feliz.

El cuerpo de Reiko era blanco y puro, y de sus pechos turgentes emanaba un rechazo firme y casto que, cuando gozaba, se mudaba en la mas íntima y acogedora tibieza. Aun en los momentos de mayor intimidad se mantenían extraordinariamente serios. Conservaban sus corazones sobrios y austeros en medio de las más embriagadoras demostraciones de pasión.

El teniente recordaba a su mujer durante el día en los cortos periodos de descanso entre su entrenamiento y su retorno al hogar, y Reiko no olvidaba a su marido en ningún momento. Cuando estaban separados, les bastaba con mirar solamente la fotografía de su casamiento para ratificar una vez más su felicidad. A Reiko no le sorprendía en lo mas mínimo que un hombre que había sido un extraño hasta algunos meses atrás se hubiese convertido en el sol alrededor del cual giraban su vida y su mundo.

Esta relación tenía una base moral y seguía fielmente el mandato de los Principios de la Educación en los que se estipula que "la armonía reinará entre el marido y la mujer". Reiko no encontró jamás la ocasión de contradecir a su marido, y el teniente no tuvo motivo alguno para reñir a su mujer.

En el nicho, debajo de la escalera, junto a la tablilla del Gran Santuario Ise, habían colocado fotografías de sus Majestades Imperiales, y cada mañana, antes de partir hacia sus obligaciones, el teniente y su mujer se detenían frente a ese lugar santificado y juntos se inclinaban en una profunda reverencia.

La ofrenda de agua se renovaba cada mañana y la rama sagrada de sakasi estaba siempre verde y fresca. Sus vidas se deslizaban bajo la solemne protección de los dioses y estaban colmadas de una felicidad intensa que hacía vibrar cada fibra de sus cuerpos.

III
Aun cuando la casa de Saito, Señor del Sello Privado, se hallaba en la vecindad, nadie escuchó allí el tiroteo de la mañana del 26 de febrero. Aquel fue un ruidoso toque de atención en el amanecer nevado e interrumpió bruscamente el sueño del teniente. Saltó inmediatamente de la cama y, sin pronunciar palabra, vistió el uniforme, se ajustó la espada que le tendía su mujer y se precipitó hacia la calle cubierta de nieve en el oscuro amanecer. No regresó a su hogar hasta la noche del día veintiocho.

Algo más tarde, Reiko escuchó por la radio las noticias sobre aquella súbita erupción de violencia. Vivió los dos días siguientes en completa y tranquila soledad tras las puertas cerradas.

Reiko había leído la presencia de la muerte en el rostro de su marido al marcharse a toda prisa bajo la nieve. Si Shinji no regresaba, su propia decisión era también muy firme. Moriría con él.

Se dedicó, entonces, a ordenar sus pertenencias personales. Eligió su mejor conjunto de kimonos como recuerdo para sus amigas de colegio y escribió un nombre y una dirección sobre el rígido papel en el que los había doblado uno por uno.

Como su marido le recordaba constantemente que no hay que pensar en el mañana, Reiko ni siquiera había escrito un diario, y se encontraba, ahora, en la imposibilidad de releer los pasajes en los que hubiera dado testimonio de su felicidad. Sobre la radio se destacaban un perrito de porcelana, un conejo, una ardilla, un oso y un zorro. Tampoco faltaban allí un jarrón y un recipiente para el agua. Estos objetos constituían la única colección de Reiko. Sin embargo, de nada serviría regalarlos como recuerdos. Tampoco sería apropiado pedir específicamente que fueran incluidos en su ataúd. Mientras estos objetos desfilaban por su mente, Reiko tuvo la sensación de que los animalitos parecían cada vez más tristes y desamparados.

Tomó la ardilla en su mano y la observó. Fue entonces cuando, con sus pensamientos puestos en un reino mucho más alejado que estos afectos infantiles, vio en la lontananza los principios, vitales como el sol, que personificaba su marido. Estaba pronta y feliz de terminar sus días en compañía de aquel hombre deslumbrante, pero en ese momento de soledad se permitió refugiarse con el inocente afecto por aquellas bagatelas. Ya había pasado el tiempo en que realmente las había amado.

Ahora solamente acariciaba su recuerdo y el lugar que ocuparan en su corazón se había colmado definitivamente con pasiones más intensas.

Reiko jamás había supuesto que las turbadoras emociones de la carne fueran sólo un placer. La baja temperatura de febrero y el contacto con la gélida porcelana de la ardilla habían entumecido sus dedos. Sin embargo, bajo los dibujos simétricos de su acicalado kimono meisen podía sentir, cuando recordaba los poderosos brazos del teniente, una cálida humedad que, desde su piel, desafiaba al frío.

No experimentaba absolutamente ningún temor por la muerte que rondaba en la cercanía. Mientras esperaba sola en su casa, Reiko no dudaba que la angustia y la congoja que estaría experimentando su marido en aquellos momentos la llevarían, con tanta certeza como su intensa pasión, a una muerte agradable. Sentía en lo más hondo que su cuerpo podría disolverse con facilidad y convertirse en una sola cosa con el pensamiento de su marido.

A través de las informaciones de la radio, escuchó los nombres de varios colegas de su marido mencionados entre los insurgentes. Éstas eran noticias de muerte. Se preguntaba ansiosamente, a medida que la situación se hacía más difícil, por qué no se emitía una Ordenanza Imperial. El movimiento, que en un principio había parecido ser un intento de restaurar el honor nacional, se había convertido gradualmente en algo llamado motín. El regimiento no había dado ningún comunicado y se suponía que, en cualquier momento, podría comenzar la lucha en las calles aún cubiertas de nieve.

El veintiocho, a la caída del sol, furiosos golpes estremecieron a Reiko. Bajó precipitadamente las escaleras, y mientras, con dedos inexpertos, tiraba del pasador, la silueta apenas delineada tras los vidrios cubiertos de escarcha, no emitía sonido alguno. Sin embargo, no dudó de la presencia de su marido. Nunca antes había tenido tanta dificultad en abrir la puerta .Cuando finalmente pudo lograrlo, se encontró frente al teniente enfundado en un capote color kaki y con las botas de campaña salpicadas de barro.

Reiko no comprendió por qué Shinji cerró la puerta y corrió nuevamente el pasador.

-Bienvenido a casa -la joven ejecuta una profunda reverencia a la cual su marido no responde. Se había quitado la espada y comenzaba a desembarazarse del capote. Ella quiso ayudarlo. La chaqueta, que estaba fría y húmeda y había perdido el olor a estiércol que tenía normalmente cuando se la exponía al sol, le pesaba en el brazo. La colgó de una percha y sosteniendo la espada y el cinturón de cuero entre sus mangas, esperó a que su marido se quitase las botas. Luego, lo siguió hasta el cuarto de estar: la habitación de seis tatami.

Bajo la clara luz de la lámpara, el rostro barbudo y agotado de su marido era casi irreconocible. Las mejillas hundidas habían perdido su brillo y elasticidad.

En circunstancias normales hubiera cambiado su ropa por otra de casa, y la hubiera urgido a servir la comida de inmediato. En cambio, aquella noche se sentó frente a la mesa vistiendo el uniforme y con la cabeza hundida sobre el pecho.

Reiko se abstuvo de preguntar si debía preparar la comida.

-Yo no sabía nada -dijo el hombre al cabo de un silencio-. No me pidieron que me uniera a ellos .Quizás no lo hicieron al saberme recién casado. Kano, Homma y, también, Yamaguchi.
Reiko evocó los rostros de los alegres oficiales jóvenes, amigos de su marido, que habían ido a aquella casa en calidad de invitados.

-Quizás mañana se publique una Ordenanza Imperial. Supongo que serán juzgados como rebeldes. Estaré a cargo de la unidad con órdenes de atacarlos... No puedo hacerlo. Sería simplemente imposible -guardó un corto silencio-. Me han dispensado de las guardias y estoy autorizado para volver a casa por una noche. Mañana, a primera hora, deberé unirme al ataque sin proferir una réplica. No puedo hacerlo, Reiko...

Reiko estaba sentada, muy tiesa, con los ojos bajos.

Comprendía muy claramente que su marido hablaba en términos de muerte. El teniente estaba resuelto y, aun cuando todavía planteaba el dilema, en su mente ya no cabían vacilaciones.
Sin embargo, en el silencio que se estableció entre ambos, todo quedó claro con la misma transparencia de un cauce alimentado por el deshielo.

Ya en su casa después de la larga prueba de dos días y contemplando el rostro de su hermosa mujer, el teniente experimentó, por primera vez, una verdadera paz interior. Había intuido de inmediato que su mujer conocía la resolución que ocultaban sus palabras.

-Bien, entonces... -el teniente abrió, grandes, los ojos. Pese al cansancio, su mirada era fuerte y transparente y no la apartó de su esposa-. Esta noche me abriré el estómago.

Reiko no vaciló.

-Estoy preparada -dijo-, permíteme acompañarte.

El teniente se sintió casi hipnotizado por la mirada implorante de su esposa. Sus palabras comenzaron a fluir rápida y fácilmente, como expresadas en delirio.

Otorgó su aprobación a aquella empresa vital en una forma descuidada y negligente que parecía escapar a su entendimiento.

-Bien. Nos iremos juntos. Pero, antes, quiero que seas testigo de mi muerte.

Ya de acuerdo, sus corazones se vieron inundados por una repentina felicidad.

Reiko estaba profundamente conmovida por la confianza que depositaba en ella su marido. Era vital para el teniente que no se cometieran irregularidades en su muerte. Por esta razón era necesario un testigo. Y el haber elegido para tal fin a su mujer, demostraba una profunda y absoluta confianza. En segundo lugar, y esto era aun más importante, aunque había rogado a Reiko que muriera con él, ni siquiera intentaba matar a su esposa primero, sino que dejaba aquel momento librado al criterio de ella, para cuando él ya no estuviera allí, verificándolo todo. Si el teniente hubiera abrigado la menor sospecha, cumpliendo el pacto de los suicidas, hubiera preferido matarla primero.

Cuando Reiko dijo: "Permíteme acompañarte", el teniente apreció en estas palabras el fruto final de las enseñanzas impartidas a su mujer desde la noche del casamiento. La había educado en forma tal que, llegado el momento, respondía en los exactos términos que correspondían. Era éste un halago a la confianza en sí mismo que alimentaba Shinji... No era ni tan romántico ni tan presuntuoso como para creer que esas palabras eran dichas espontáneamente, sólo por amor.
Sus corazones estaban tan inundados de felicidad, que no podían dejar de sonreír. Reiko se sentía nuevamente en la noche de bodas. Ante sus ojos no existían ni el dolor ni la muerte. Sólo creía ver un ilimitado espacio abierto hacia vastos horizontes.

-El agua está caliente. ¿Te darás un baño ahora?

-Sí, por supuesto.

-¿Y la comida...?

Las palabras fueron pronunciadas en un tono tan tranquilo y doméstico, que, por una fracción de segundo, el teniente creyó haber sido juguete de una alucinación.

-No creo que sea necesario. ¿Podrás calentar un poco de sake?

-Como quieras.

Reiko se levantó y al tomar del ropero un vestido tanzan para después del baño, atrajo deliberadamente la atención de su marido sobre los cajones vacíos. El teniente observó el interior del mueble. Leyó las direcciones sobre los regalos recordatorios. No hubo pena en él frente a la heroica determinación de Reiko. Como un marido a quien su joven esposa enseña con orgullo sus compras pueriles, el teniente, inundado de afecto, abrazó a su mujer cariñosamente por la espalda y le besó el cuello.

Reiko sintió la aspereza de aquel rostro sin afeitar. Esta sensación encerraba para ella toda la alegría del mundo, y ahora -sintiendo que iba a perderla para siempre- contenía una frescura mas allá de toda experiencia. Cada momento parecía contener una infinita fuerza vital. Los sentidos se despertaron en todo su cuerpo.

Aceptando las caricias de Shinji, Reiko se alzó sobre la punta de los pies y dejó que aquella vitalidad atravesara su cuerpo.

-Primero, el baño, y luego, después de tomar sake... Prepara las camas arriba, ¿quieres?

El teniente susurró algo en el oído de su mujer, y ella asintió silenciosamente.

El teniente se quitó apresuradamente el uniforme y se dirigió al baño.

Al escuchar el suave rugido del agua, Reiko llevó carbón hasta el cuarto de estar y empezó a calentar el sake.

Tomó el tanzen, un fajín y su ropa interior. Se dirigió al baño para controlar el calor del agua. En medio de una nube de vapor, el teniente se afeitaba con las piernas cruzadas en el suelo. Ella pudo distinguir los músculos de su fuerte espalda húmeda que respondían a los movimientos de sus brazos.

Nada sugería algún acontecimiento anormal. Reiko se ocupaba diligentemente de sus tareas y preparaba platos improvisados.

Sus manos no temblaban y se mostraba más eficiente y desenvuelta que de costumbre. De tanto en tanto sentía extrañas palpitaciones en el centro del pecho, pero eran como luces distantes. Tenían un momento de gran intensidad y luego se desvanecían sin dejar huellas. Omitiendo esto, no parecía ocurrir nada fuera de lo habitual.

Mientras se afeitaba en el baño, el teniente sintió que su cuerpo tibio se libraba milagrosamente de la desesperada fatiga de aquellos días de incertidumbre y se llenaba de una agradable expectativa pese a la muerte que lo aguardaba. Podía oír vagamente los ruidos habituales con que su mujer cumplía sus quehaceres, y un saludable deseo físico, postergado durante dos días, se presentó nuevamente.

El teniente confiaba en que no había habido impureza en el goce experimentado mientras resolvían morir.

Ambos habían sentido en aquel momento, aun cuando no de una manera clara y consciente, que esos placeres permisibles estaban nuevamente bajo la protección del Bien y del Poder Divino. Los protegía una moralidad total e intachable. Al mirarse a los ojos descubrieron en su interior una muerte honorable, estaban de nuevo a salvo tras las paredes de acero que nadie podría destruir, enfundados en la impenetrable coraza de la Belleza y la Verdad.

El teniente podía entonces considerar su patriotismo y las urgencias de su carne como un todo.
Acercó más aun la cara al oscuro y agrietado espejo de pared y se afeitó cuidadosamente. Aquel era el rostro que presentaría a la muerte y era importante que no tuviera imperfecciones. Sus mejillas, recién afeitadas, irradiaban nuevamente el brillo de la juventud y parecían iluminar la opacidad del espejo. Sintió que había cierta elegancia en la asociación de la muerte con aquella cara sana y radiante.

Sería su rostro de difunto. En realidad ya había dejado a medias de pertenecerle para convertirse en el busto de un soldado muerto. A título de experimento, cerró fuertemente los ojos y todo quedó envuelto en la oscuridad. Ya no era una criatura viviente.

Al salir del baño, con un tenue reflejo azulado bajo la tersa piel de las mejillas, se sentó junto al brasero de carbón. Advirtió que, pese a hallarse ocupada, Reiko había encontrado el tiempo necesario para retocar su cara. Su rostro estaba fresco y sus labios húmedos. Era imposible encontrar en ella el menor rastro de tristeza, y al observar aquella demostración de la personalidad apasionada de su mujer, el teniente pensó que había elegido la esposa que le correspondía.

Tan pronto como hubo vaciado su taza de sake, se la ofreció a Reiko, quien nunca lo había probado. La joven bebió un sorbo, tímidamente.

-Ven aquí-dijo el teniente.

Reiko se acercó a su marido, y mientras él la abrazaba ella se sintió profundamente conmovida, como si la tristeza, la alegría y el poderoso sake se mezclaran dentro de ella.

El teniente contemplo las facciones de su esposa. Era el último rostro que vería en este mundo. Lo estudió minuciosamente con los ojos de un viajero despidiéndose de espléndidos paisajes.

Reiko tenía una cara de rasgos regulares, sin ser fríos, y de labios suaves. El teniente, que no se cansaba de contemplarla, la besó en la boca. Y repentinamente, sin que se alterara su belleza por el llanto, las lágrimas comenzaron a brotar lentamente bajo las largas pestañas y corrieron como hilos brillantes por sus mejillas.

Luego Shinji quiso subir al dormitorio, pero ella le suplicó que le diera tiempo a tomar su baño. El teniente subió, pues, solo, y se acostó con los brazos y las piernas abiertas en la habitación entibiada por la estufa de gas. El tiempo que transcurrió esperando a su mujer no fue más largo de lo habitual.

Colocó las manos bajo la cabeza y observó las vigas del techo. ¿Esperaba la muerte? ¿Un salvaje éxtasis de los sentidos? Ambas cosas parecían sobreponerse, como si el objeto del deseo físico fuera la muerte propia.

El teniente nunca había gozado de una libertad tan absoluta.

Un coche frenó y pudo escuchar el chirrido de las ruedas patinando sobre la nieve apilada en los bordes de la calle. La bocina repercutió en las paredes cercanas. Al percibir esos ruidos, Shinji pensó que aquella casa se levantaba como una isla solitaria en el océano de una sociedad ocupada incansablemente en los mismos asuntos de siempre. A su alrededor se extendía desordenadamente el país por el cual estaba sufriendo y a punto de dar la vida. No sabía ni le importaba si aquella gran nación reconocería su sacrificio. En su campo de batalla no existía la gloria. Era la trinchera del espíritu.

Los pasos de Reiko resonaron en la escalera. Crujían los empinados escalones de la antigua morada y estos sonidos inundaron al teniente de gratos recuerdos. En cuantas ocasiones los había escuchado desde la cama. Al reflexionar en que ya no volvería a percibirlos, se concentró en ellos tratando de que cada rincón de aquel tiempo precioso se colmara con el ruido de las suaves pisadas de la vieja escalera. Tales instantes parecieron transformarse en joyas rutilantes de luz interior.

Reiko tenia un fajín sobre el yukata y su rojo estaba atenuado por la media luz. El teniente quiso asirla y la mano de Reiko corrió en su ayuda. El fajín cayó al suelo.

Ella estaba de pie frente a él, vistiendo su yukata.

El hombre hundió las manos en las aberturas laterales bajo las mangas y la abrazó intensamente. El roce de sus dedos sobre la piel desnuda, sentir que las axilas se cerraban suavemente sobre sus manos, encendió aun más su pasión y, pocos instantes más tarde, ambos yacían desnudos frente al brillante fuego de la estufa.

No pronunciaron palabra alguna, pero sus cuerpos y sus corazones se inflamaron al saber que aquel sería el último encuentro. Era como si las palabras "ÚLTIMA VEZ" hubieran sido estampadas con pinceladas invisibles sobre cada centímetro de sus cuerpos.

El teniente atrajo a su mujer y la besó con vehemencia. Sus lenguas exploraron las bocas, adentrándose en su interior suave y húmedo, y fue como si las aún desconocidas agonías de la muerte templaran sus sentidos como el acero al rojo vivo. Los lejanos dolores finales habían refinado su percepción amorosa.

-Es la ultima vez que voy a verte -murmuró el teniente-. Déjame mirar... -y tomando la lámpara en su mano, dirigió un haz de luz sobre el cuerpo extendido de Reiko.

Ella había cerrado los ojos. La luz de la lámpara destacaba la majestuosidad de su carne blanca. El teniente con un dejo de egocentrismo, se alegró pensando en que jamás vería esa belleza derrumbándose frente a la muerte.

El teniente contempló sin apuro aquel inolvidable espectáculo. Acariciaba la sedosa cabellera, palmeaba suavemente el bello rostro y besaba todos los puntos donde se detenía su mirada. La frente alta tenía una serena frescura, los ojos cerrados se orlaban de largas pestañas bajo las cejas finamente dibujadas y el brillo de los dientes se entreveía por los labios llenos y regulares... Todo ello configuraba en la mente del teniente la visión de una máscara mortuoria verdaderamente radiante y una y otra vez apretó sus labios contra la blanca garganta donde la mano de Reiko no tardaría en descargar su certero golpe. El cuello enrojeció bajo los besos y volviendo suavemente a los labios de su amada, apoyó su boca sobre ellos con el fluctuante movimiento de un pequeño bote. Cerrando los ojos, el mundo se convertirá, así, en una mecedora.

La boca del teniente seguía fielmente el recorrido de sus ojos. Los pechos altos y turgentes, terminados como capullos de cerezo silvestre, se endurecían al contacto de sus labios. Los brazos emergían malsanamente a ambos lados, afinándose hacia las muñecas, pero sin perder su redondez ni simetría.

Los dedos delicados eran aquellos que habían sostenido el abanico durante la ceremonia nupcial. A medida que el teniente los besaba, se retraían como avergonzados. El hueco natural de esa curva entre el pecho y el estómago tenía en sus líneas no sólo la sugestión de la tersura, sino la fuerza de la elasticidad y anunciaba las ricas curvas que se extendían hasta las caderas. La riqueza y la blancura del vientre y las caderas eran como la leche contenida en un recipiente amplio. El hoyo sombreado del ombligo podía haber sido la huella de una gota de agua recién caída allí. Donde las sombras se hacían más intensas, el vello crecía apretado, dulce y sensible, y a medida que la excitación aumentaba en aquel cuerpo que había dejado de mostrarse pasivo, un aroma de flores ardientes se hacia cada vez más penetrante.

Reiko habló, por fin, con voz trémula:

-Muéstrame... Déjame mirar por última vez...

Shinji no había escuchado nunca de labios de su mujer un ruego tan firme y definido. Era como si su modestia ya no podía ocultar algo que, ahora, se libraba de las trabas que la oprimían. El teniente se recostó sumisamente para someterse a los requerimientos de su mujer. Ella alzó ágilmente su cuerpo blanco y tembloroso y ardiendo en un inocente deseo de devolverle todo cuanto había hecho por ella, puso los dedos sobre los ojos de Shinji y los cerró suavemente.

Repentinamente inundada de ternura, con las mejillas encendidas por el vértigo de la emoción, Reiko abrazó la cabeza rapada del teniente y el pelo afeitado lastimó su pecho. Aflojando el abrazo, contempló luego el rostro varonil de su marido. Las cejas severas, los ojos cerrados, el espléndido puente de la nariz, los labios bien dibujados y firmes. Reiko comenzó a besarlos, se detuvo en la ancha base del cuello, en los hombros fuertes y erguidos, en el pecho poderoso con sus círculos gemelos semejantes a escudos de ásperos pezones. Un olor dulce y melancólico se desprendía de las axilas profundamente sombreadas por la carne abundante del pecho y de los hombros. En cierto modo, la esencia de la muerte joven estaba contenida en aquella dulzura. La piel desnuda del teniente relucía como un campo de cebada y podía observar los músculos en relieve convergiendo sobre el abdomen alrededor del ombligo pequeño y modesto.

Al mirar el estómago firme y joven, púdicamente cubierto por un vello vigoroso, Reiko pensó que pronto iba a ser cruelmente lacerado por la espada y, reclinando la cabeza, rompió en sollozos y lo cubrió con sus besos.

Al sentir las lágrimas de su mujer, el teniente se sintió capaz de afrontar valerosamente las más crueles agonías del suicidio. Resulta fácil imaginar a qué éxtasis llegaron después de aquellos tiernos intercambios. El teniente se incorporó y rodeó con un potente abrazo a su mujer, cuyo cuerpo estaba exhausto luego de tantas lágrimas y aflicciones. Juntaron sus caras apasionadamente, restregando las mejillas. El cuerpo de Reiko temblaba. Sus pechos húmedos estaban fuertemente apretados y cada milímetro de aquellos cuerpos jóvenes y hermosos se habían compenetrado tanto con el otro que parecía imposible que se separaran jamás.

Reiko gritó.

Desde las altura se sumergieron en el abismo, y, de allí, una vez más hasta embriagantes alturas. El teniente jadeaba como el portador de un estandarte...

Al terminarse su ciclo, surgía inmediatamente una nueva ola de placer y, juntos, sin muestras de fatiga, se elevaron nuevamente hasta la cima misma de un nuevo movimiento jadeante.

IV
Cuando Shinji se volvió finalmente no fue por cansancio. No quería agotar la considerable fuerza física que necesitaría para llevar a cabo el suicidio. Ademas, hubiera lamentado enturbiar la dulzura de aquellos últimos momentos abusando de esos goces.

Reiko, con su habitual complacencia, siguió el ejemplo de su marido. Los dos yacían desnudos, con los dedos entrelazados, mirando fijamente el oscuro cielo raso. La habitación estaba caldeada por la estufa y en la noche silenciosa no se escuchaba el trafico callejero. Ni siquiera llegaba hasta ellos el fragor de los trenes y autobuses de la estación Yotsuya, que se perdía en el parque densamente arbolado frente a la ancha carretera que bordea el Palacio Akasaka. Resultaba difícil pensar en la tensión existente en el barrio donde las dos facciones del Ejercito Imperial se preparaban para la lucha.

Deleitándose en su propio calor, los jóvenes rememoraron en silencio los éxtasis recientes. Revivieron cada momento de la pasada experiencia, recordaron el gusto de los besos nunca agotados, el contacto de la piel desnuda, tanta embriagante felicidad .Pero ya entonces, el rostro de la muerte acechaba desde las vigas del techo. Aquellos habían sido los últimos placeres de los que sus cuerpos no disfrutarían nunca más. Ambos pensaron que, aun cuando vivieran hasta una edad avanzada, no volverían a disfrutar de un goce tan intenso.

También se desprenderían sus dedos entrelazados. Hasta los dibujos de las oscuras vetas de la madera, desaparecerían pronto. Era posible detectar el avance de la muerte. En aquel momento ya no cabían dudas. Era menester tener el coraje necesario, salirle al encuentro y atraparla.

-Podemos prepararnos -dijo el teniente.

La determinación que encerraban sus palabras era inconfundible, pero tampoco había habido nunca tan cálidas y tiernas inflexiones en su voz.

Varias tareas los aguardaban. El teniente, que no había ayudado nunca a guardar las camas, empujó la puerta corrediza del armario, alzó el colchón y lo depositó dentro de él.

Reiko apagó la estufa y la luz. En ausencia del teniente lo había aseado todo cuidadosamente, y ahora aquella habitación de ocho tatami presentaba la apariencia de una sala lista para recibir a importantes invitados.

-Aquí bebieron Kano y Homma y Noguchi...

-Sí, eran todos grandes bebedores.

-Nos reuniremos pronto con ellos en el otro mundo. Se burlarán de nosotros cuando adviertan que te llevo conmigo.

Al bajar la escalera, el teniente se volvió para contemplar la limpia y tranquila habitación iluminada por la lámpara. En su mente flotaba el recuerdo de los jóvenes oficiales que allí habían bebido y bromeado inocentemente. Nunca había imaginado, entonces, que en aquella habitación se abriría el estómago.

El matrimonio se ocupó despacio y serenamente de sus respectivos preparativos en las dos habitaciones de la planta baja. El teniente fue primero al retrete, y luego, al baño a lavarse. Mientras tanto, Reiko doblaba y guardaba la bata acolchada de su marido; ordenaba la túnica del uniforme, los pantalones y un taparrabos blanco recién cortado; disponía unas hojas de papel sobre la mesa del comedor para las notas de despedida. Luego, tomó la caja que contenía los instrumentos para escribir, y comenzó a raspar la tableta para hacer tinta. Ya había decidido el contenido de su última misiva.

Los dedos de Reiko apretaron fuertemente las frías letras doradas de la tableta y el agua del tintero se tiñó inmediatamente como si una oscura nube hubiera pasado sobre él. Todo aquello no era sino una solemne preparación para la muerte. La rutina doméstica o una forma de pasar el tiempo hasta que llegara el momento del enfrentamiento definitivo. Una inexplicable oscuridad brotaba del olor de la tinta al espesarse.

El teniente salió del baño. Vestía el uniforme sobre la piel. Sin pronunciar una palabra, tomó asiento frente a la mesa y, empuñando el pincel, permaneció indeciso frente al papel que tenía delante.

Reiko tomó un kimono de seda blanca y, a su vez, entró en el baño. Cuando reapareció en la habitación, ligeramente maquillada, la misiva ya estaba terminada. El teniente la había colocado bajo la lámpara. Las gruesas pinceladas solo decían:

"¡Vivan las fuerzas imperiales! - Teniente del ejército, Takeyama Shinji."

El teniente observó en silencio los controlados movimientos con que los dedos de su mujer manejaban el pincel.

Con sus respectivas esquelas en la mano -la espada del teniente ajustada sobre su costado y la pequeña daga de Reiko dentro de la faja de su kimono blanco-, ambos permanecieron frente al santuario, rezando en silencio. Luego, apagaron todas las luces de la planta baja. Mientras subían, el teniente volvió la cabeza y observó la llamativa silueta de su mujer que, toda vestida de blanco y los ojos bajos, iba tras él.

Acomodaron las notas de despedida una junto a la otra en la alcoba de la planta baja.

Por un momento pensaron en descolgar el pergamino, pero como había sido escrito por su mediador el teniente general Ozzeki y consistía en dos caracteres chinos que significaban "Sinceridad", lo dejaron donde estaba. Pensaron que, aunque se manchara con sangre, el teniente general no se ofendería.

Shinji tomó asiento de espaldas a la habitación y, muy erguido, colocó su espada frente a él. Reiko se sentó frente a él, a un tatami de distancia. El toque de pintura en sus labios parecía aun más seductor sobre el severo fondo blanco.

Se miraron intensamente a los ojos a través de la distancia de un tatami que los separaba. La espada del teniente casi tocaba sus rodillas. Al verla, Reiko recordó la primera noche de casada, y se sintió abrumada de tristeza.

Finalmente, el teniente habló con voz ronca:

-Como no voy a tener quién me ayude, me haré un corte profundo. Puede que sea desagradable. Por favor, no te asustes. La muerte es algo horrible de presenciar, en cualquier circunstancia. No debes dejarte atemorizar, ¿comprendes?

Reiko asintió con una profunda inclinación de cabeza.

Al mirar la figura esbelta de su mujer, el teniente experimentó una extraña excitación. Estaba por llevar a cabo un acto que requería toda su capacidad de soldado, algo que exigía una resolución similar al coraje que se necesita para entrar en combate. Sería una muerte no menos importante ni de menor calidad que si hubiera muerto en el frente de batalla.

Por unos instantes el pensamiento llevó al teniente a elaborar una rara fantasía. Una muerte solitaria en el campo de lucha, una muerte frente a los ojos de su hermosa esposa... Una dulzura sin límites lo invadió al experimentar la sensación de que iba a morir en aquellas dos dimensiones, conjugando la imposible unión de ambas.

"Este debe ser el pináculo de la buena fortuna", pensó. El hecho de que aquellos hermosos ojos observaran cada minuto de su muerte, equivaldría a ser llevado al más allá en alas de una brisa fragante y sutil.

Presentía en aquella circunstancia una suerte de merced especial, vedada a los demás, a él solo dispensada. El teniente creyó ver en su radiante esposa, ataviada como una novia, el compendio de todo lo amado por lo cual iba, ahora, a entregar la vida. La Casa Imperial, la Nación, la bandera del Ejército. Todas ellas eran presencias que, como su esposa, lo observaban atentamente con ojos transparentes y firmes. Reiko también contemplaba a su marido que tan pronto habría de morir, pensando que jamás había visto algo tan maravilloso en el mundo.

El uniforme siempre le sentaba bien, pero ahora, mientras se enfrentaba a la muerte con cejas severas y labios firmemente apretados, irradiaba lo que podría llamarse una esplendorosa belleza varonil.

-Es hora de partir -dijo, por fin.

Reiko dobló su cuerpo hasta el suelo en una profunda reverencia. No podía alzar el rostro. No quería arruinar su maquillaje con las lágrimas que le resultaban imposibles de contener.

Cuando finalmente alzó la mirada, vio borrosamente, a través de las lágrimas, que su marido había enroscado una venda blanca alrededor de su espada ahora desenvainada; sólo dejaba en la punta doce o quince centímetros de acero al desnudo.

Apoyando la espada en el tatami que tenía frente a él, el teniente se alzó sobre las rodillas, se sentó nuevamente con las piernas cruzadas y desabrochó el cuello del uniforme. Sus ojos no verían ya a su mujer. Lentamente, se desprendió uno por uno los botones chatos de metal. Observó primero su pecho oscuro y, luego, su estómago. Desató el cinturón y se desabrochó los pantalones. Tomó el taparrabos con ambas manos y lo tiró hacia abajo para dejar más libre al estómago. Luego empuñó la espada con la venda blanca en su filo, mientras que, con la mano izquierda, masajeaba su abdomen. Conservaba la mirada baja.

Para verificar el filo, el teniente abrió la parte izquierda del pantalón, dejando parte del muslo a la vista, y deslizó el filo sobre la piel. La sangre brotó inmediatamente de la herida y varias gotas brillaron a la luz.

Era la primera vez que Reiko veía la sangre de su marido y experimentó violentas palpitaciones en el pecho. Observó el rostro del teniente y vio que estudiaba con calma su propia sangre. Pese a que aquel era un consuelo superficial, Reiko sintió cierto alivio.

Los ojos del hombre se fijaron en ella con una mirada penetrante como la de un halcón. Colocando la espada frente a él, se alzó ligeramente sobre sus músculos e inclinó la parte superior del cuerpo sobre la punta de la espada. La excesiva tensión que presentaba la tela del uniforme, indicaba a las claras que estaba reuniendo todas sus fuerzas. Se proponía asestar un profundo golpe en la parte izquierda del estómago y su grito agudo traspasó el silencio de la habitación.

Pese al esfuerzo, el teniente tuvo la sensación de que era otro quien había golpeado su estómago como con una gruesa barra de hierro. Durante algunos segundos su cabeza giró vertiginosamente y no recordó cuánto había sucedido. Los doce o quince centímetros de punta desnuda habían desaparecido completamente en su carne, y el vendaje blanco, fuertemente sujeto por su puño cerrado, le presionaba directamente el estómago.

Recuperó la conciencia. Pensó que el filo debía haber atravesado las paredes del abdomen. Su respiración era dificultosa, el pecho le palpitaba violentamente y en alguna zona remota, aparentemente desligada de su persona, un dolor terrible e insoportable se alzaba en forma avasalladora como si la tierra se abriera para vomitar un cauce de rocas hirvientes. El dolor se acercó, de pronto, a una velocidad vertiginosa. El teniente se mordió el labio inferior y sofocó un lamento instintivo.

"¿Es esto el seppuku?", pensó.

Experimentaba una sensación de caos total, como si el cielo se hubiera desplomado sobre él y todo el universo girara como bajo el efecto de una enorme borrachera. Su fuerza de voluntad y coraje, que tan fuertes se manifestaran antes de la incisión, se habían reducido, ahora, a una fibra de acero del grosor de un cabello. Lo asaltó la incómoda sensación de que tendría que avanzar asido a esa fibra con toda su desesperación.

Algo humedecía su puño y, bajando la mirada, vio que, tanto su mano como el paño que envolvía la hoja, estaban empapados en sangre. También su taparrabos estaba teñido de un rojo intenso. Le pareció increíble que en medio de aquella agonía, las cosas visibles pudieran ser todavía vistas y las cosas existentes, existir.

Reiko luchó por no correr al lado de su esposo al observar la mortal palidez que invadía sus rasgos después de clavarse la espada. Sucediera lo que sucediera, su misión era la de observar. Ser testigo. Tal era la obligación contraída con el hombre amado. Frente a ella, a un tatami de distancia, podía ver cómo su marido se mordía los labios para ahogar el dolor.

Reiko no contaba con ningún medio para rescatarlo a él.

La transpiración brillaba en su frente. Shinji cerró los ojos para abrirlos luego, nuevamente, como quien hace un experimento. Su mirada había perdido todo brillo y los suyos parecían los ojos inocentes y vacíos de un animalito.

La agonía que se desarrollaba frente a Reiko la quemaba como un implacable sol de verano, pero era algo totalmente alejado de la pena que parecía estar partiéndola en dos.

El dolor crecía con regularidad. Reiko sentía que su marido se había convertido en un ser de un mundo aparte, en un hombre íntegramente disuelto en el dolor, en un prisionero en una jaula de sufrimiento, y mientras pensaba, comenzó a sentir como si alguien hubiera levantado una cruel muralla de cristal entre ellos.

Desde su matrimonio, la existencia de su marido se había convertido en la suya propia, y cada respiración de Shinji parecía pertenecer a Reiko. En cambio, ahora, mientras que la existencia de su marido en el dolor era una realidad viviente, Reiko no podía encontrar en su pena ninguna prueba concluyente de su propia existencia.

Usando solamente la mano derecha, el teniente comenzó a cortarse el vientre de un lado a otro. Pero a medida que la hoja se enredaba en las entrañas, era rechazada hacia fuera por la blanda resistencia que encontraba allí. El teniente comprendió que sería menester usar ambas manos para mantener la punta profundamente hundida en su cuerpo. Tiró hacia un costado, pero el corte no se produjo con la facilidad que había esperado. Concentró toda la energía de su cuerpo en la mano derecha y tiró nuevamente. El corte se agrandó ocho o diez centímetros.

El dolor se extendió como una campana que sonara en forma salvaje. O como mil campanas tocando al unísono con cada respiración y con cada latido, estremeciendo todo su ser. El teniente no podía contener los gemidos. Pero la hoja ya se había abierto camino hasta debajo del ombligo. Al advertirlo, Shinji sintió un renovado coraje.

El volumen de la sangre no había dejado de aumentar y ahora manaba por la herida como originado por el latir del pulso. La estera estaba empapada de sangre que seguía renovándose con aquella que chorreaba de los pliegues del pantalón kaki del teniente. Una salpicadura, semejante a un pájaro, voló hacia Reiko y manchó la falda de su kimono de seda blanca. Cuando el teniente pudo, por fin, desplazar la espada hacia el costado derecho, ésta ya cortaba superficialmente y era posible contemplar su punta desnuda resbalándose de sangre y grasa. Atacado súbitamente por terribles vómitos, el teniente gritó roncamente. Los vómitos volvieron aun más horrendo el dolor, y el estómago, que hasta aquel momento se había mantenido firme y compacto, explotó de repente, dejando que las entrañas reventaran por la herida abierta. Ignorantes del sufrimiento de su dueño, las entrañas de Shinji causaban una impresión de salud y desagradable vitalidad que las hacía escurrirse blandamente y desparramándose sobre la estera. La cabeza del hombre se abatió, sus hombros se estremecieron y un fino hilo de saliva goteó de su boca. Las insignias doradas brillaban a la luz.

Todo estaba lleno de sangre. El teniente estaba empapado de ella hasta las rodillas, y ahora se sentaba en una posición encogida y desamparada con una mano en el piso. Un olor acre inundaba la habitación. La cabeza del hombre colgaba en el vacío y su cuerpo se sacudía en interminables arcadas. La hoja de la espada, expulsada de sus entrañas, estaba totalmente expuesta y aun sostenida por la mano derecha del teniente.

Sería difícil imaginar una visión más heroica que la del teniente reuniendo sus fuerzas y echando la cabeza hacia atrás. La violencia del movimiento hizo que la cabeza del teniente chocara contra uno de los pilares de la alcoba.

Hasta aquel momento, Reiko había permanecido sentada con la mirada baja, como encandilada por el flujo de la sangre que avanzaba hacia sus rodillas, pero el golpe la sorprendió y tuvo que alzar la vista.

El rostro del teniente no era el del hombre con vida. Los ojos estaban vacíos, la piel lívida, las mejillas y los labios tenían el color de la tierra seca. Sólo la mano derecha se movía aun sosteniendo laboriosamente la espada. Se agitó convulsamente en el aire, como la mano de un títere, y luchó por dirigir la punta de la espada hasta la base del cuello.

Reiko contempló cómo su marido intentaba este último, conmovedor y fútil esfuerzo. Brillando de sangre y grasa, la punta se descargaba una y otra vez sobre la garganta. Siempre fallaba. No le quedaban fuerzas para guiarla y sólo chocaba contra las insignias del cuello del uniforme que se había cerrado nuevamente y protegía la garganta.

Reiko no soportó aquella visión por más tiempo. Intentó ir en ayuda de Shinji, pero le resultaba imposible ponerse en pie. Se arrastró de rodillas y su falda se tiñó de un rojo intenso. Se colocó detrás de su marido y lo ayudó abriendo solamente el cuello del uniforme. La hoja vacilante tomó finalmente contacto con la piel desnuda de la garganta. Reiko tuvo la sensación de haber empujado a su marido hacia adelante.

No fue así. El teniente había dado una última demostración de fortaleza. Echó su cuerpo violentamente contra la hoja y el filo perforó su cuello, apareciendo luego por la nuca. El teniente permaneció inmóvil mientras un tremendo chorro de sangre lo inundaba todo.

V
Reiko descendió lentamente la escalera. Sus medias estaban resbalosas de sangre. En la habitación superior reinaba ahora la más absoluta calma.

Encendió las luces de la planta baja, verificó los quemadores y la llave principal del gas. Echó agua sobre el carbón humeante y semiapagado del brasero. Se detuvo frente al espejo de la habitación de cuatro tatami, y medio alzó su falda. Las manchas de sangre parecían un alegre dibujo estampado en la parte inferior de su kimono blanco. Al instalarse frente al espejo, sintió la fría humedad de la sangre de su marido en los muslos y tuvo un estremecimiento. Se entretuvo largamente en el baño. Aplicó una generosa capa de rouge sobre sus mejillas y también abundante pintura en los labios. Este maquillaje ya no estaba destinado a agradar a su marido. Se maquillaba para el mundo que estaba a punto de abandonar. Había algo espectacular y magnífico en los toques de su pincel. Al levantarse, advirtió que la sangre había mojado la estera dispuesta frente al espejo. Reiko no lo tuvo ya en cuenta.

La joven se detuvo al pisar el corredor de cemento que llevaba a la galería. Su marido había cerrado el pestillo de la puerta la noche anterior en un acto de preparación a la muerte, y durante un instante se sumió en la consideración de un simple problema, ¿dejaría el cerrojo echado? De hacerlo así, podrían transcurrir varios días antes de que los vecinos advirtieran el suicidio. A Reiko no le agradó la idea de dos cadáveres descomponiéndose antes de ser descubiertos. Después de todo, sería mejor dejar la puerta abierta...

Abrió el cerrojo y dejó la puerta de vidrios escarchados ligeramente entreabierta. El viento helado se coló de inmediato en la habitación. Nadie pasaba por la calle, era medianoche y las estrellas resplandecían tan frías como el hielo.

Reiko dejó la puerta entornada y subió las escaleras. Durante varios minutos caminó de un lado a otro. La sangre ya se había secado en sus medias. De pronto, un olor peculiar llegó hasta ella.

El teniente yacía, boca abajo, en un mar de sangre. La punta de la espada, que sobresalía de su nuca, parecía haberse hecho más prominente aún. Reiko anduvo negligentemente entre la sangre y se sentó al lado del cadáver de su marido. Lo observó atentamente. Tenía la mejilla apoyada en la alfombra, los ojos estaban muy abiertos, como si algo hubiera despertado su atención. Ella alzó la cabeza, la apoyó sobre su manga y, limpiándose la sangre de los labios, lo besó por última vez.

Luego tomó del armario una bata blanca y un cordón. Para evitar que su falda se desordenara, envolvió la manta alrededor de su cintura y la sujetó firmemente con el cordón.

Reiko se sentó muy cerca de Shinji. Extrajo la daga de su faja, examinó el brillo opaco de la hoja y la acercó a su lengua. El gusto del acero bruñido era ligeramente dulce.

Reiko no perdió tiempo. Pensó que el dolor que la había separado de su marido moribundo iba a formar ahora parte de su propia experiencia. Sólo vislumbró ante sí el gozo de penetrar en un reino que el amado Shinji ya había hecho suyo.

Había percibido algo inexplicable en la fisonomía agonizante de su marido. Algo nuevo. Le sería dado, pues, resolver el enigma.

Reiko sintió que, por fin, también podría participar de la verdadera y amarga dulzura del gran principio moral en que había creído el teniente.

Empujó entonces la punta de la daga contra la base de su garganta. La empujó fuertemente. La herida resultó poco profunda. Le ardía la cabeza y sus manos temblaban de forma incontrolable. Forzó la hoja hacia un costado y una sustancia caliente le anudó la boca. Todo se tiñó de rojo frente a sus ojos como el fluir de un río de sangre. Reunió todas sus fuerzas y hundió aun más profundamente la daga en su garganta.

miércoles, 11 de febrero de 2009

"Séptima: Encantadora" (Marcel Schwob)

Séptima fue esclava bajo el sol africano, en la ciudad de Hadrumeto. Y su madre Amoena fue esclava, y la madre de ésta fue esclava, y todas fueron bellas y obscuras, y los dioses infernales les revelaron filtros de amor y de muerte. La ciudad de Hadrumeto era blanca y las piedras de la casa donde vivía Séptima eran de un rosa trémulo. Y la arena de la playa estaba sembrada de conchitas que arrastra el mar tibio desde la tierra de Egipto, en el lugar donde las siete bocas del Nilo derraman siete limos de diversos colores. En la casa marítima donde vivía Séptima, se oía morir la franja de plata del Mediterráneo y, a sus pies, un abanico de líneas azules resplandecientes se desplegaba hasta al ras del cielo. Las palmas de las manos de Séptima estaban enrojecidas por el oro, y las puntas de sus dedos pintadas; sus labios olían a mirra y sus párpados ungidos se estremecían suavemente. Así iba por los caminos de las afueras, llevando a la casa de los sirvientes una cesta de panes tiernos.

Séptima se enamoró de un joven libre, Sextilio, hijo de Dionisia. Pero no les está permitido ser amadas a aquellas que conocen los misterios subterráneos, ya que están sometidas al adversario del amor, que se llama Anteros. Y así como Eros gobierna el centelleo de los ojos y aguza las puntas de las flechas, Anteros desvía las miradas y atenúa la acritud de los dardos. Es un dios bienhechor que mora en medio de los muertos. No es cruel, como el otro. Posee el nepentas que da el olvido. Y porque sabe que el amor es el peor de los dolores terrestres, odia y cura el amor. Sin embargo, no tiene el poder de echar a Eros de un corazón ocupado. Entonces toma el otro corazón. Así Anteros lucha contra Eros. Por esto fue que Sextilio no pudo amar a Séptima. Tan pronto como Eros hubo llevado su antorcha al seno de la iniciada, Anteros, irritado, se apoderó de aquel a quien ella quería amar.

Séptima supo del poder de Anteros en la mirada baja de Sextilio. Y cuando el temblor púrpura aferró al aire de la tarde, salió por el camino que va desde Hadrumeto hasta el mar. Es un camino apacible donde los enamorados beben vino de dátiles recostados en las murallas pulidas de las tumbas. La brisa oriental sopla su perfume sobre la necrópolis. La joven luna, todavía velada, va allí a vagabundear, incierta. Muchos muertos embalsamados alardean alrededor de Hadrumeto en sus sepulturas. Y allí dormía Foinisa, hermana de Séptima, esclava como ella, muerta a los dieciséis años, antes de que ningún hombre hubiese respirado su olor. La tumba de Foinisa era estrecha como su cuerpo. La piedra abrazaba sus senos oprimidos por vendas. Muy cerca de su frente baja una larga losa cortaba su mirada vacía. De sus labios ennegrecidos se elevaba todavía el vapor de los aromas en que la habían empapado. En su mano quieta brillaba un anillo de oro verde con dos rubíes pálidos y turbios incrustados. Soñaba eternamente en su sueño estéril con las cosas que no había conocido.

Bajo la blancura virgen de la luna nueva, Séptima se tendió junto a la tumba estrecha de su hermana, contra la buena tierra. Lloró y pegó su rostro a la guirnalda esculpida. Acercó su boca al conducto por donde se vierten las libaciones y su pasión brotó:

-Oh, hermana mía, apártate de tu sueño para escucharme. La pequeña lámpara que ilumina las primeras horas de los muertos se apagó. Has dejado deslizar de tus dedos la ampolla de vidrio coloreada que te habíamos dado. El hilo de tu collar se rompió y los granos de oro se derramaron alrededor de tu cuello. Ya nada de nosotros es tuyo y ahora aquel que tiene un halcón en la cabeza te posee. Escúchame, pues tú tienes el poder de llevar mis palabras. Ve a la celda que tú sabes y suplícale a Anteros. Suplícale a la diosa Hator. Suplícale a aquel cuyo cadáver despedazado fue llevado por el mar en un cofre hasta Biblos. Hermana mía, ten piedad de un dolor desconocido. Por las siete estrellas de los magos de Caldea, yo te conjuro. Por las potencias infernales que se invocan en Cartago, Jao, Abriao, Salbaal y Batbaal, recibe mi encantamiento. Haz que Sextilio, hijo de Dionisia, se consuma de amor por mí, Séptima, hija de nuestra madre Amoena. Que arda en la noche; que me busque junto a tu tumba. ¡Oh, Foinisa! O llévanos a los dos a la morada tenebrosa, poderosa. Ruega a Anteros que enfríe nuestros alientos si le niega a Eros que los encienda. Muerta perfumada, acoge la libación de mi voz. ¡Ashrammachalada!

Inmediatamente, la virgen vendada se levantó y penetró en la tierra mostrando los dientes.

Y Séptima, avergonzada, corrió por entre los sarcófagos. Hasta la segunda noche permaneció en compañía de los muertos. Espió a la luna fugitiva. Ofreció su garganta a la mordedura salada del viento marino. Fue acariciada por el primer oro del día. Después volvió a Hadrumeto y su larga camisa azul flotaba detrás de ella.

Mientras tanto, Foinisia, rígida, erraba por los circuitos infernales. Y aquel que tiene un halcón en la cabeza no escuchó su ruego. Y la diosa Hator permaneció tendida en su funda pintada. Y Foinisia no pudo encontrar a Anteros, pues ella no conocía el deseo. Pero en su corazón mustio sintió la piedad que los muertos tienen para con los vivos. Entonces, a la segunda noche, a la hora en que los cadáveres se liberan para consumar los encantamientos, hizo que sus pies atados se movieran por las calles de Hadrumeto.

Sextilio temblaba acompasadamente, agitado por los suspiros del sueño, con el rostro vuelto hacia el techo de su habitación surcado de rombos. Y Foinisia, muerta, envuelta en las vendas olorosas, se sentó a su lado.

Y ella no tenía ni cerebro ni vísceras; pero su corazón desecado había sido puesto de nuevo en su pecho.

Y en ese momento Eros luchó contra Anteros, y se apoderó del corazón embalsamado de Foinisia. En seguida deseó el cuerpo de Sextilio, para que estuviese acostado entre ella y su hermana Séptima en la casa de las tinieblas.

Foinisia posó sus labios tintados en la boca viva de Sextilio y la vida escapó de él como una burbuja. Después se encaminó a la celda de esclava de Séptima y la tomó de la mano. Y Séptima, dormida, se dejó llevar por la mano de la hermana. Y el beso de Foinisia y el abrazo de Foinisia hicieron morir, casi a la misma hora de la noche, a Séptima y a Sextilio. Tal fue el desenlace fúnebre de la lucha de Eros contra Anteros; y las potencias infernales recibieron una esclava y un hombre libre al mismo tiempo.

Sextilio está acostado en la necrópolis de Hadrumeto, entre Séptima, la encantadora, y su hermana virgen Foinisia. El texto del encantamiento está inscripto en la placa de plomo, enrollada y perforada por un clavo, que la encantadora deslizó por el conducto de las libaciones en la tumba de su hermana.