lunes, 24 de diciembre de 2007

"El Gigante Egoísta" (Oscar Wilde)

Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.

Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.

-¡Qué felices somos aquí!- se gritaban unos a otros.

Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.

-¿Qué estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.

-Mi jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él.

Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:
Prohibida la entrada. Los transgresores serán procesados judicialmente.

Era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños no tenían ahora donde jugar.

Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.

Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

-¡Que felices éramos allí!- se decían unos a otros.

Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Sólo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.

Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los niños, que se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir.

Los únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo.

-La primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban. -Podremos vivir aquí durante todo el año

La Nieve cubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con ellos, y el Viento aceptó.

Llegó envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los capuchones de la chimeneas.

-Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos.

Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de gris y su aliento era como el hielo.

-No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que este tiempo cambiará!

Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.

-Es demasiado egoísta- se dijo.

Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles.

Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta.

-Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio?

Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los pequeños.

Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en torno a él.

-¡Sube, pequeño!- decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al contemplar ese espectáculo.

-¡Qué egoísta he sido!- se dijo. -Ahora comprendo por qué la primavera no ha venido hasta aquí. Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol, derribaré el muro y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre.

Estaba verdaderamente apenado por lo que había hecho.

Se precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió al jardín. Pero los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno.

Sólo el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó.

Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos.

-Desde ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y cogiendo una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los jardines que jamás habían visto.

Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante.

-Pero, ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?- preguntó.

El gigante era a este al que más quería, porque lo había besado.

-No sabemos -contestaron los niños- se ha marchado.

-Debéis decirle que venga mañana sin falta- dijo el gigante.

Pero los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él.

-¡Cuánto me gustaría verlo!- solía decir.

Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín.

-Tengo muchas flores hermosas- decía -, pero los niños son las flores más bellas.

Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores.

De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa. En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso.

El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:

- ¿Quién se atrevió a herirte?- Pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos.

-¿Quién se ha atrevido a herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda tomar mi espada y matarlo.

-No- replicó el niño -, pues estas son las heridas del amor.

-¿Quién eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño.

Y el niño sonrió al gigante y le dijo:

-Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.

Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos.

lunes, 17 de diciembre de 2007

"El barco ebrio" (Arthur Rimbaud)

Mientras descendía por Ríos impasibles,
Sentí que los remolcadores dejaban de guiarme:
Los Pieles Rojas gritones los tomaron por blancos,
Clavándolos desnudos en postes de colores.

No me importaba el cargamento,
Fuera trigo flamenco o algodón inglés.
Cuando terminó el lío de los remolcadores,
Los Ríos me dejaron descender donde quisiera.

En los furiosos chapoteos de las mareas,
Yo, el otro invierno, más sordo que los cerebros de los niños,
¡Corrí! Y las Penínsulas desamarradas
Jamás han tolerado juicio más triunfal.

La tempestad bendijo mis desvelos marítimos.
Más liviano que un corcho dancé sobre las olas
Llamadas eternas arrolladoras de víctimas,
¡Diez noches, sin extrañar el ojo idiota de los faros!

Más dulce que a los niños las manzanas ácidas,
El agua verde penetró mi casco de abeto
Y las manchas de vinos azules y de vómitos
Me lavó, dispersando mi timón y mi ancla.

Y desde entonces, me bañé en el Poema
De la Mar, lleno de estrellas, y latescente,
Devorando los azules verdosos; donde, flotando
Pálido y satisfecho, un ahogado pensativo desciende;

¡Donde, tiñiendo de un golpe las azulidades, delirios
Y ritmos lentos bajo los destellos del día,
Más fuertes que el alcohol, más amplios que nuestras liras,
Fermentaban las amargas rojeces del amor!

Yo sé de los cielos que estallan en rayos, y de las trombas
Y de las resacas y de las corrientes:
¡Yo sé de la tarde, Del Alba exaltada como un pueblo de palomas,
Y he visto alguna vez, eso que el hombre ha creído ver!

¡Yo he visto el sol caído, manchado de místicos horrores.
Iluminando los largos flecos violetas,
Parecidas a los actores de dramas muy antiguos
Las olas meciendo a lo lejos sus temblores de moaré!

¡Yo soñé la noche verde de las nieves deslumbrantes,
Besos que suben de los ojos de los mares con lentitud,
La circulación de las savias inauditas,
Y el despertar amarillo y azul de los fósforos cantores!

¡Yo seguí, durante meses, imitando a los ganados
Enloquecidos, las olas en el asalto de los arrecifes,
Sin pensar que los pies luminosos de las Marías
Pudiesen frenar el morro de los Océanos asmáticos!

¡Yo embestí, sabed, las increíbles Floridas
Mezclando las flores de los ojos de las panteras con la piel
De los hombres! ¡Los arcos iris tendidos como riendas
Bajo el horizonte de los mares, en los glaucos rebaños!

¡Yo he visto fermentar los enormes pantanos, trampas
En las que se pudre en los juncos todo un Leviatán;
Los derrumbes de las aguas en medio de la calma,
Y las lejanías abismales caer en cataratas!

¡Glaciares, soles de plata, olas perladas, cielos de brasas!
Naufragios odiosos en el fondo de golfos oscuros
Donde serpientes gigantes devoradas por alimañasCaen, de los árboles torcidos, con negros perfumes!

Yo hubiera querido enseñar a los niños esos dorados

De la ola azul, los peces de oro, los peces cantores.
-Las espumas de las flores han bendecido mis vagabundeos
Y vientos inefables me dieron sus alas por un momento.

A veces, mártir cansada de polos y de zonas,

La Mar cuyo sollozo hizo mi balanceo más dulce
Elevó hacia mí sus flores de sombra de ventosas amarillas
Y yo permanecía, al igual que una mujer, de rodillas...

Casi isla, quitando de mis bordas las querellas
Y los excrementos de los pájaros cantores de ojos rubios.
¡Y yo bogué, mientras atravesando mis frágiles cordajes
Los ahogados descendían a dormir, reculando!

O yo, barco perdido bajo los cabellos de las algas,
Arrojado por el huracán contra el éter sin pájaros,
Yo, a quien los Monitores y los veleros del Hansa
No hubieran salvado la carcasa borracha de agua;

Libre, humeante, montado de brumas violetas,
Yo, que agujereaba el cielo rojeante como una pared
Que lleva, confitura exquisita para los buenos poetas,
Líquenes de sol y flemas de azur;

Yo que corría, manchado de lúnulas eléctricas,
Tabla loca, escoltada por hipocampos negros,
Cuando los julios hacían caer a golpes de bastón
Los cielos ultramarinos de las ardientes tolvas;

¡Yo que temblaba, sintiendo gemir a cincuenta leguas
El celo de los Behemots y los Maelstroms espesos,
Eterno hilandero de las inmovilidades azules,
Yo extraño la Europa de los viejos parapetos!

¡Yo he visto los archipiélagos siderales! y las islas
Donde los cielos delirantes están abiertos al viajero:
-¿Es en estas noches sin fondo en las que te duermes y te exilas,
Millón de pájaros de oro, oh Vigor futuro?

¡Pero, de verdad, yo lloré demasiado! Las Albas son desoladoras.

Toda luna es atroz y todo sol amargo:
El acre amor me ha hinchado de torpezas embriagadoras.
¡Oh que mi quilla estalle! ¡Oh que yo me hunda en la mar!

Si yo deseo un agua de Europa, es el charco
Negro y frío donde, en el crepúsculo embalsamado
Un niño en cuclillas colmado de tristezas, suelta
Un barco frágil como una mariposa de mayo.

Yo no puedo más, bañado por vuestras languideces, oh olas,
Arrancar su estela a los portadores de algodones,
Ni atravesar el orgullo de las banderas y estandartes,
Ni nadar bajo los ojos horribles de los pontones.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Fragmentos de "Las Flores del Mal" (Charles Baudelaire)

I
LA DESTRUCCION

El demonio se agita a mi lado sin cesar;
flota a mi alrededor cual aire impalpable;
lo respiro, siento como quema mi pulmón
y lo llena de un deseo eterno y culpable.

A veces toma, conocedor de mi amor al arte,
la forma de la más seductora mujer,
bajo especiales pretextos hipócritas
acostumbra mi gusto a nefandos placeres.

Así me conduce, lejos de la mirada de Dios,
jadeante y destrozado de fatiga, al centro
de las llanuras del hastío, profundas y desiertas,

y lanza a mis ojos, llenos de confusión,
sucias vestiduras, heridas abiertas,
¡y el aderezo sangriento de la destrucción!


II
UNA MARTIR

Dibujo de un maestro desconocido

En medio de frascos, telas sedosas,
y muebles voluptuosos,
de mármoles, pinturas, ropas perfumadas,
que arrastran los pliegues suntuosos,

en una alcoba tibia como en un invernadero,
donde el aire es peligroso y fatal,
dónde lánguidas flores en sus ataúdes de cristal
exhalan su suspiro postrero,

un cadáver sin cabeza derrama, como un río,
en la almohada empapada,
una sangre roja y viva, que la tela bebe
con la misma avidez que un prado.

Parecida a las tétricas visiones que engendra la oscuridad
y que nos encadenan los ojos,
la cabeza, con la masa de su crin sombreada,
y de sus joyas preciosas,
en la mesilla de noche, como una planta acuática,
reposa, y, vacía de pensamientos,
una mirada vaga y blanca como el crepúsculo
escapa de sus ojos extraviados.

En el lecho, el tronco desnudo, sin pudor,
en el más completo abandono, muestra
el secreto esplendor y la belleza fatal
que la naturaleza le donó.

Una media rosada, adornada con hilo de oro, en la pierna
ha quedado cual recuerdo.
La liga, al igual que un ojo secreto que llamea,
lanza una mirada diamantina.

El singular aspecto de esta soledad
y de un gran retrato voluptuoso,
de ojos provocativos como su actitud
revela un amor tenebroso,

una culpable alegría y fiestas extrañas,
llenas de besos infernales,
que regocijarán a los ángeles malos
nadando entre cortinas y chales.

Sin embargo, al ver la esbeltez elegante
del hombro y su trazo quebrado,
la cadera levemente afilada, y la cintura ágil
lo mismo que un reptil irritado, se advierte
que ella es joven aún. -Su alma exasperada
y sus sentidos mordidos por el tedio,
¿se habían entregado a la jauría enfurecida
de deseos errantes y perdidos?

El hombre vengativo al que no pudiste, viviendo,
a pesar de tanto amor, aplacar,
¿sació en tu carne, inerte y complaciente,
toda la inmensidad de su deseo?

¡Responde, cádaver impuro! ¿Por tus rígidas trenzas
te levantó con brazo febril?
Dime, cabeza horrible, ¿en tus fríos dientes
hay aún sus últimos adioses?

-Lejos del mundo burlón, lejos de la multitud impura,
lejos del magistrado curioso,
duerme en paz, duerme en paz, extraña criatura,
en tu sepulcro misterioso;
tu esposo corre el mundo, y tu forma inmortal
vela junto a él cuando duerme;
lo mismo que tú sin duda te será fiel
y constante hasta la muerte.


VI
ALEGORIA

Es hermosa mujer, de buena figura,
que arrastra en el vino su cabellera.
Las garras del amor, los venenos del garito,
todo resbala y se embota en su piel de granito.
Se ríe de la Muerte y desprecia la Lujuria,
y ambas, que todo inmolan a su ferocidad,
han respetado siempre en su juego salvaje,
de ese cuerpo firme y derecho la ruda majestad.

Anda como una diosa y reposa como una sultana;
tiene por el placer una fe mahometana,
y en sus brazos abiertos que llenan sus senos
atrae con la mirada a toda la raza humana.
Ella cree, ella sabe, ¡doncella infecunda!,
necesaria no obstante a la marcha del mundo,
que la belleza del cuerpo es sublime don,
que de toda infamia asegura el perdón.

Ignora el infierno igual que el purgatorio,
y cuando llegue la hora de entrar en la noche negra,
mirará de la Muerte el rostro,
como un recién nacido, sin odio ni remordimiento.

IX
EL AMOR Y EL CRANEO

Viñeta antigua

El amor está sentado en el cráneo
de la Humanidad,
y desde este trono, el profano
de risa desvergonzada,
sopla alegremente redondas pompas
que suben en el aire,
como para alcanzar los mundos
en el corazón del éter.

El globo luminoso y frágil
toma un gran impulso,
estalla y exhala su alma delicada,
como un sueño de oro.

Y oigo el cráneo a cada burbuja
rogar y gemir:
-Este juego feroz y ridículo,
¿cuándo acabará?

Pues lo que tu boca cruel
esparce en el aire,
monstruo asesino, es mi cerebro,
¡mi sangre y mi carne!

sábado, 13 de octubre de 2007

Carta de Khalil Gibran a Mary Haskell

10 de Septiembre de 1920

Para vivir es necesario coraje. Tanto la semilla intacta como la que rompe su cáscara tienen las mismas propiedades. Sin embargo, sólo la que rompe su cáscara es capaz de lanzarse a la aventura de la vida.

Esta aventura requiere una única osadía: descubrir que no se puede vivir a través de la experiencia de los otros, y estar dispuesto a entregarse. No se puede tener los ojos de uno, los oídos de otro, para saber de antemano lo que va a ocurrir; cada existencia es diferente de la otra.

No importa lo que me espera, yo deseo estar con el corazón abierto para recibir. Que yo no tenga miedo de poner mi brazo en el hombro de alguien, hasta que me lo corten. Que yo no tema hacer algo que nadie hizo antes.

Déjenme ser tonto hoy, porque la tontería es todo lo que tengo para dar esta mañana; me pueden reprender por eso, pero no tiene importancia. Mañana, quién sabe, yo seré menos tonto.

Cuando dos personas se encuentran, deben ser como dos lirios acuáticos que se abren de lado a lado, cada una mostrando su corazón dorado, y reflejando el lago, las nubes y los cielos. No logro entender porqué un encuentro genera siempre lo contrario de esto: Corazones cerrados y temor a los sufrimientos.

Cada vez que estamos juntos, conversamos durante cuatro, seis horas seguidas. Si pretendemos pasar juntos todo este tiempo, es importante no tratar de esconder nada, y mantener los pétalos bien abiertos.


Khalil

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Capítulo XXIV de "El Principito" (Antoine de Saint- Exupèry)

Estábamos en el octavo día de mi panne en el desierto y había escuchado la historia del mercader bebiendo la última gota de mi provisión de agua.
- ¡Ah! - dije al principito - Tus recuerdos son bien lindos, pero todavía no he reparado mi avión, ya no tengo nada para beber y yo también sería feliz si pudiera caminar muy suavemente hacia una fuente.
- Mi amigo el zorro... - me dijo.
- Mi pequeño hombrecito, ¡ya no se trata más del zorro!
- ¿Por qué?
- Porque nos vamos a morir de sed...
No comprendió mi razonamiento y respondió:
- Es bueno haber tenido un amigo, aún si vamos a morir. Yo estoy muy contento de haber tenido un amigo zorro...
"No mide el peligro - me dije - Jamás tiene hambre ni sed. Un poco de sol le basta..."
Me miró y dijo como respondiendo a mis pensamientos:
- Tengo sed también... Busquemos un pozo...
Tuve un gesto de cansancio: es absurdo buscar un pozo, al azar, en la inmensidad del desierto. Sin embargo, nos pusimos en marcha.

Cuando hubimos caminado horas en silencio, cayó la noche y las estrellas comenzaron a brillar. Las veía como en sueños, con un poco de fiebre, a causa de mi sed. Las palabras del principito danzaban por mi memoria:
- ¿También tú tienes sed? - le pregunté.
Pero no respondió a mi pregunta. Me dijo simplemente:
- El agua puede también ser buena para el corazón...
No comprendí su respuesta, pero me callé... Sabía bien que no había que interrogarlo.
Estaba fatigado. Se sentó. Me senté cerca de él. Y, después de un silencio, dijo aún:
- Las estrellas son bellas, por una flor que no se ve...
Respondí "seguramente" y, sin hablar, miré los pliegues de la arena bajo la luna.
- El desierto es bello - agregó.
Es verdad. Siempre he amado el desierto. Puede uno sentarse sobre un médano de arena. No se ve nada. No se oye nada. Y, sin embargo, algo resplandece en el silencio...
-Lo que embellece al desierto - dijo el principito -, es que escode un pozo en cualquier parte...
Me sorprendí al comprender de pronto el misterioso resplandor de la arena. Cuando era muchachito vivía yo en una casa muy antigua y la leyenda contaba que allí había un tesoro escondido. Sin duda, nadie supo descubrirlo y quizá nadie lo busco. Pero encantaba toda la casa. Mi casa guardaba un secreto en el fondo de su corazón...
- Sí - dije al principito -; ya se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que los embellece es invisible.
- Me gusta que estés de acuerdo con mi zorro - dijo.

Como el principito se durmiera, lo tomé en mis brazos y volví a ponerme en camino. Estaba emocionado. Me parecía cargar un frágil tesoro. Me parecía también que no había nada más frágil sobre la Tierra. A la luz de la luna, miré su frente pálida, sus ojos cerrados, sus mechones de cabellos que temblaban al viento, y me dije: "Lo que veo, aquí , es sólo una corteza. Lo más importante es invisible..."
Como sus labios entreabiertos esbozaran una sonrisa, me dije aún: "Lo que me emociona tanto en este principito dormido es su fidelidad por una flor, es la imagen de una rosa que resplandece en él como la llama de una lámpara, aún cuando duerme". Y lo sentí más frágil todavía . Es necesario proteger a las lámparas: un golpe de viento puede apagarlas...

Caminando así, descubrí el pozo al nacer el día.

viernes, 21 de septiembre de 2007

"Sueños y Primaveras" (fragmento de "El Jardín del Profeta", de Khalil Gibran)

Y uno de sus discípulos dijo:
Háblanos de lo que alienta en tu corazón, en este mismo instante.

Y el profeta miró profundamente a ese discípulo suyo, y hubo en su voz un sonido como de estrella que canta, y le dijo:

En vuestro sueño despierto, cuando estáis absortos, escuchando a vuestro más profundo yo, vuestros pensamientos, como copos de nieve, caen, vibran y engalanan todos los sonidos de vuestros espacios con blanco silencio.
Y, ¿qué son los sueños despiertos, si no nubes que brotan como capullos, y florecen en el árbol del cielo de vuestro corazón? Y, ¿qué son vuestros pensamientos, si no pétalos que los vientos de vuestro corazón esparcen en las colinas y en los campos?
Y aunque anheléis la paz, hasta que lo informe en vosotros cobre forma, así la nube se acumulará y vagará por los cielos, hasta que los Dedos Benditos moldeen los grises anhelos en pequeños cristales que serán soles, y lunas, y estrellas.

Luego, Sarkis, aquel que era a medias escéptico, habló, y dijo: Pero vendrá la primavera, y todas las nieves de vuestros pensamientos se derretirán, y ya no serán nada.

Y el profeta replicó: Cuando llegue la Primavera buscando a su amado entre las somnolientas arboledas y entre los sueños, ciertamente las nieves se derretirán, y correrán en arroyos a buscar al río del valle, para ser coperos de los mirtos y del lirio.

Así se derretirá la nieve de vuestro corazón cuando llegue la primavera; y así correrá vuestro secreto en arroyos que buscarán al río de la Vida, en el valle. Y el río llevará vuestro secreto, y lo llevarán al anchuroso mar.

Todas las cosas se derretirán y se transformarán en cantos, cuando llegue la primavera. Hasta las estrellas, esos grandes copos de nieve que caen lentamente en los campos más vastos, se derretirán para formar arroyos cantarinos.

Cuando el Sol de Su rostro surja del más vasto horizonte, ¿qué simetría congelada no se transformará en melopea líquida? Y entonces, ¿quién de vosotros no querrá ser el copero del mirto y el lirio?

Fue ayer, apenas, cuando estabais vagando en el ancho mar, y erais seres sin playas, y sin ego. Después, el viento soplo de la Vida, os tejió, como velo de luz en su rostro luego, su mano os reunió y os dio forma, y con la cabeza erguida buscasteis las alturas. Pero él mar siguió con vosotros, y aún mora su canto en vosotros. Y aunque hayáis olvidado quién fue vuestra primera madre, el vasto mar afirmará para siempre, en vosotros, su maternidad, y eternamente os llamará a su seno.

En nuestro vagar por las montañas y el desierto, siempre recordaréis la profundidad de su frío corazón. Y aunque a menudo no sepáis por qué anheláis, o por qué sentís ansias, sin duda alguna tenéis nostalgia de su vasta y rítmica paz.

Y, ¿cómo podría ser de otro modo? En las arboledas y en las emparradas, cuando la lluvia danza en hojas en las colinas, cuando cae la nieve, como bendición y alianza, en el valle, cuando conducís vuestros ganados al río; en vuestros campos, cuando los hilos de plata de los arroyos hacen juntos el verde vestido de la tierra; en vuestros jardines, cuando el rocío tempranero refleja los cielos; en vuestros prados, cuando la niebla de la noche casi os oculta el camino... En todo esto, el vasto mar está con vosotros, testigo de vuestro legado, y objeto de vuestro amor.
Es el copo de nieve, en vosotros, que corre hacia el vasto mar.

viernes, 14 de septiembre de 2007

"La capital del mundo" (Ernest Hemingway)

Hay en Madrid infinidad de muchachos llamados Paco, diminutivo de Francisco. A propósito, un chiste de sabor madrileño dice que cierto padre fue a la capital y publicó el siguiente anuncio en las columnas personales de El Liberal: PACO, VEN A VERME AL HOTEL MONTAÑA EL MARTES A MEDIODÍA, ESTÁS PERDONADO, PAPÁ; después de lo cual fue menester llamar a un escuadrón de la Guardia Civil para dispersar a los ochocientos jóvenes que se habían creído aludidos. Pero este Paco, que trabajaba de mozo en la Pensión Luarca, no tenía padre que le perdonase ni ningún motivo para ser perdonado por él. Sus dos hermanas mayores eran camareras en la misma casa. Habían conseguido ese empleo simplemente por haber nacido en la misma aldea que otra ex camarera de la pensión, que con su asiduidad y honradez llenó de prestigio a su tierra natal y preparó buena acogida para la gente que de allí llegase. Dichas hermanas le habían costeado el viaje en ómnibus hasta Madrid y obtenido su actual ocupación de aprendiz de mozo. En la aldea de donde provenía, situada en alguna parte de Extremadura, imperaban condiciones de vida increíblemente primitivas, los alimentos escaseaban y las comodidades eran desconocidas, y tuvo que trabajar mucho desde muy pequeño.
Se trataba de un muchacho bien formado, con cabellos muy negros y más bien crespos, dientes blancos y un cutis envidiado por sus hermanas. Además, poseía una sonrisa cordial y sencilla. Su salud era excelente, cumplía a las mil maravillas con su trabajo y amaba a sus hermanas, que parecían hermosas y avezadas al mundo. Le gustaba Madrid, que todavía era un lugar inverosímil, y también su trabajo, que llevaba a cabo entre luces resplandecientes y con camisas limpias, trajes de etiqueta y abundante comida en la cocina, todo lo cual le parecía excesivamente romántico.
Entre ocho y una docena eran las personas que vivían en la Pensión Luarca y comían en el comedor, pero Paco, el más joven de los tres mozos que atendían las mesas, sólo tenía en cuenta a los toreros, los únicos que existían para él.
También vivían en la pensión toreros de segunda clase, porque su situación en la calle San Jerónimo les convenía, además de que la comida era excelente y el alojamiento y la pensión resultaban baratos. El torero necesita la apariencia, si no de prosperidad, por lo menos de crédito, ya que el decoro y el grado de dignidad, aparte del valor, son las virtudes más apreciadas en España, y los toreros permanecían allí hasta gastar sus últimas pesetas. No existen antecedentes de que alguno de ellos hubiera abandonado la Pensión Luarca por un hotel mejor o más caro; los de segunda clase no mejoraban nunca su situación; pero la salida del Luarca se producía con rapidez ante la aplicación automática de la norma según la cual nadie que no hiciese nada podía permanecer allí ya que la mujer a cargo de la pensión únicamente presentaba la cuenta sin que se la pidieran cuando sabía que se trataba de un caso perdido.
Por entonces eran huéspedes de la pensión tres diestros, dos picadores muy buenos y un excelente banderillero. El Luarca constituía un verdadero lujo para los picadores y banderilleros, que, como tenían sus familias en Sevilla, necesitaban alojamiento en Madrid durante la estación primaveral. Pero les pagaban bien y tenían trabajo seguro, pues tal clase de subalternos escaseaban mucho aquella temporada. Por lo tanto, era probable que esos tres subalternos ganasen más que cualquiera de los tres matadores. De éstos, uno estaba enfermo y trataba de ocultarlo; otro ya había perdido la preferencia que el público le otorgó como novedad; y el tercero era un cobarde.
En cierta época, hasta que recibió una atroz cornada en la parte baja del abdomen, en su primera temporada como torero, el cobarde poseía coraje excepcional y habilidad notable y todavía conservaba muchas de las sinceras admiraciones de sus días de éxito. Era excesivamente jovial y reía constantemente, con o sin motivo. En la época de sus triunfos fue muy aficionado a las chanzas, pero ahora había perdido ésa costumbre. Estaban seguros de que ya no la conservaba. Este matador tenía un rostro inteligente y franco, y se comportaba en forma muy correcta.
El matador enfermo tenía cuidado de no revelar nunca esta circunstancia, y era minucioso en lo de comer un poco de todos los platos que servían en la mesa. Tenía gran cantidad de pañuelos, que él mismo lavaba en su cuarto, y, últimamente, vendió sus trajes de torero. Había vendido uno, por poco dinero, antes de Navidad, y otro en la primera semana de abril. Eran trajes muy caros, que siempre fueron bien conservados, y todavía le quedaba uno. Antes de ponerse enfermo fue un torero muy prometedor y hasta sensacional, y, aunque no sabía leer, tenía recortes según los cuales se lució más que Belmonte al hacer su debut en Madrid. Comía siempre solo en una mesa pequeña y pocas veces levantaba la vista del plato.
El matador que en una ocasión fue una novedad en el ambiente era muy bajo, muy moreno y muy serio. También comía solo en una mesa separada. Sonreía rara vez y nunca reía con estruendo. Era de Valladolid, donde la gente es demasiado seria, y lo consideraban un torero hábil; pero su estilo había pasado de moda antes de que hubiese podido ganar el afecto del público con sus virtudes: coraje y serena inteligencia. Por lo tanto, su nombre en un cartel no atraía público a la plaza, La novedad consistía en su baja estatura, que apenas le permitía ver más arriba de las cruces del toro, pero no era el único con esa particularidad y jamás logró conquistar el afecto del público.
De los picadores, uno tenía cara de gavilán y era canoso, delgado, pero con piernas y brazos fuertes como el acero. Siempre usaba botas de ganadero debajo de los pantalones; por las noches bebía demasiado, y en cualquier momento se detenía en la contemplación amorosa de todas las mujeres de la pensión. El otro era alto, corpulento, de cara trigueña, buen mozo, con el cabello negro como el de un indio y manos enormes. Ambos eran grandes picadores, aunque del primero se decía que había perdido gran parte de su destreza por entregarse a la bebida y a la disipación; y del segundo, que era demasiado terco y pendenciero para poder trabajar más de una temporada con cualquier matador.
El banderillero era de edad madura, canoso, ágil como un gato a pesar de sus años y, al verle sentado a la mesa, se diría estar en presencia de un próspero hombre de negocios. Sus piernas estaban todavía en buenas condiciones para aquella temporada y, mientras pudieran moverse, tenía bastante inteligencia y experiencia como para conservar el trabajo por largo tiempo. La diferencia estaría en que, cuando perdiera la rapidez de sus pies, siempre tendría miedo en los aspectos que ahora no lo inquietaban, tanto en la arena como fuera de ella.
Aquella noche, todos habían salido del comedor, excepto el picador de cara de gavilán que bebía demasiado, el subastador de relojes en las exposiciones regionales y fiestas de España, que también era muy aficionado a empinar el codo, y dos sacerdotes gallegos que estaban sentados en un rincón y bebían, si no demasiado, por lo menos bastante. En aquella época, el vino estaba incluido en el precio del alojamiento y la pensión, y los mozos acababan de traer frescas botellas de Valdepeñas a las mesas del subastador de rostro estigmatizado, luego a la del picador y, finalmente, a la de los dos curas.
Los tres camareros estaban ahora en un extremo del salón. Según el reglamento de la casa, tenían que permanecer allí hasta que abandonaran el comedor los comensales cuyas mesas atendían, pero el que tenía a su cargo la mesa de los dos sacerdotes tenía que asistir a una reunión de carácter anarco­sindicalista, y Paco había aceptado reemplazarlo en sus tareas habituales.
Arriba, el matador enfermo estaba acostado boca abajo en la cama, solo. El diestro que había dejado de ser una novedad miraba por la ventana mientras se preparaba para ir al café, y el torero cobarde tenía en su cuarto a la hermana mayor de Paco y trataba de lograr de la muchacha algo a lo que ella, entre carcajadas, se negaba.
-Ven, salvajilla.
-No -dijo la mujer.
-Por favor.
-Matador -dijo ella, cerrando la puerta-. Mi matador...
Dentro de la habitación, él se sentó en la cama. Su rostro presentaba todavía la contorsión que, en la arena, transformaba en una constante sonrisa, asustando a los espectadores de las primeras filas que sabían de qué se trataba.
-Y esto -estaba diciendo en voz alta-. Toma. Y esto. Y esto.
Recordaba perfectamente la época de su plenitud, apenas hacía tres años. Recordaba el peso de la chaqueta de torero espolinada de oro sobre sus hombros, en aquella cálida tarde de mayo, cuando su voz todavía era la misma tanto en la arena como en el café. Recordaba cómo suspiró junto a la afilada hoja que pensaba clavar en la parte superior de las paletas, en la empolvada protuberancia de músculos, encima de los anchos cuernos de puntas astilladas, duros como la madera, y que estaban más bajos durante su mortal embestida. Recordaba el hundir de la espada, como si se hubiese tratado de un enorme pan de manteca; mientras la palma de la mano empujaba el pomo del arma, su brazo izquierdo se cruzaba hacia abajo, el hombro izquierdo se inclinaba hacia adelante, y el peso del cuerpo quedaba sobre la pierna izquierda... pero, en seguida, el peso de su cuerpo no descansó sobre la pierna izquierda, sino sobre el bajo vientre, y mientras el toro levantaba la cabeza él perdió de vista los cuernos y dio dos vueltas encima de ellos antes de poder desprenderse. Por eso ahora, cuando entraba a matar, lo cual ocurría muy rara vez, no podía mirar los cuernos sin perder la serenidad.
Abajo, en el comedor, el picador miraba a los curas desde su asiento. Si hubiese mujeres en el salón, a ellas hubiera dirigido su mirada. Cuando no había mujeres, observaba con placer a un extranjero, a un inglés, pero, como no había ni mujeres ni extranjeros, ahora miraba con placer e insolencia a los dos sacerdotes. Entretanto, el subastador de cara estigmatizada se puso de pie y salió después de doblar su servilleta, dejando llena hasta la mitad la botella de vino que había pedido. No terminó toda la botella porque tenía varias cuentas sin pagar en el Luarca.
Los dos curas no se fijaron en el picador, pues conversaban animadamente. Uno de ellos decía:
-Hace diez días que estoy aquí, esperando verlo. Me paso el día entero en la antesala y no quiere recibirme.
-¿Qué hay que hacer, entonces?
-Nada. ¿Qué puede hacer uno? No se puede ir en contra de la autoridad.
-He estado aquí dos semanas, y nada. Espero, pero no quieren verme.
-Venimos de la tierra abandonada. Cuando se acabe el dinero podemos volver.
-A la tierra abandonada. ¿Qué le importa a Madrid, Galicia? Somos una región pobre.
-En Madrid es donde uno aprende a comprender las cosas. Madrid mata a España.
-Si por lo menos atendieran a uno, aunque fuese para una respuesta negativa...
-No. Tiene que esperar hasta cansarse y desfallecer.
-Pues bien, ya veremos. Puedo esperar como lo hacen otros.
En este momento, el picador se puso de pie, caminó hacia la mesa de los sacerdotes y se detuvo cerca de ellos, con su pelo canoso y su cara de gavilán, mientras los miraba con una sonrisa.
-Un torero -explicó uno de los curas al otro.
-¡Y qué torero! -dijo el picador, y de inmediato salió del comedor, con la chaqueta gris, el talle ajustado, las piernas estevadas y los estrechos pantalones que cubrían sus botas de ganadero de altos tacones, que sonaron con golpes secos cuando se alejó fanfarroneando, mientras sonreía porque sí. Su mundo profesional pequeño y estrecho, era un mundo de eficiencia personal, de nocturnos triunfos alcohólicos y de insolencia. Encendió un cigarrillo y salió rumbo al café, no sin antes inclinar bien su sombrero en el zaguán.
Los curas salieron inmediatamente después del picador, dándose prisa al advertir que eran los últimos en abandonar el comedor, y entonces no quedó nadie en el salón, excepto Paco y el camarero de edad madura, que limpiaron las mesas y llevaron las botellas a la cocina.
En la cocina estaba el muchacho que lavaba los platos. Tenía tres años más que Paco y era muy cínico y mordaz.
-Toma esto -dijo el hombre mientras llenaba un vaso de Valdepeñas y se lo ofrecía.
-¿Y por qué no? -y el joven tomó el vaso.
-¿Y tú, Paco?
-Gracias -dijo éste, y los tres se pusieron a beber.
-Bueno, yo me voy -dijo el mozo viejo.
-Buenas noches -le dijeron los jóvenes.
Salió y ellos se quedaron solos. Paco tomó la servilleta que había usado uno de los curas y, erguido, con los tacones plantados, la bajó mientras seguía el movimiento con la cabeza, y con los brazos efectuó una lenta y vasta verónica. Luego se dio vuelta y, adelantando ligeramente el pie derecho, hizo el segundo pase, ganó un poco de terreno sobre el imaginario toro y realizó un tercer pase, lento, suave y perfectamente medido. Después recogió la servilleta hasta la cintura y balanceó las caderas, evitando la embestida del toro con una media verónica.
El muchacho que lavaba los platos, que se llamaba Enrique, lo observaba con un gesto de desprecio.
-¿Qué tal es el toro? -preguntó.
-Muy bravo -dijo Paco-. Mira.
Y, deteniéndose, erguido y esbelto, hizo cuatro pases más, perfectos, suaves, elegantes y graciosos.
-¿Y el toro? -preguntó Enrique, apoyado en el fregadero. Tenía puesto el delantal y todavía no había terminado su vaso de vino.
-Tiene gasolina para rato -contestó el otro.
-Me das lástima -dijo Enrique.
--¿Por qué? ¿Está mal?
-Fíjate.
Enrique se quitó el delantal y, mientras señalaba al toro imaginario, esculpió cuatro gigantescas verónicas perfectas y lánguidas, y terminó con una rebolera que hizo girar el delantal sobre el hocico del toro mientras se alejaba de él.
-¿Qué te parece? -concluyó-. ¡Y pensar que tengo que ganarme la vida lavando platos!
-¿Por qué?
-Por el miedo. El mismo miedo que tendrías tú al encontrarte en la arena frente a un toro.
-No -replicó Paco-. Yo no tendría miedo.
-¡Bah! Todos tienen miedo. Pero un torero puede dominar ese miedo y vencer al toro. Cierta vez intervine en una lidia de aficionados y tuve tanto miedo que escapé corriendo. Todos creían que sería algo muy divertido. Tú también te asustarías. Si no fuera por el miedo, cualquier limpiabotas de España sería torero. Y tú, un muchacho del campo, te asustarías más que yo..
-No -dijo Paco.
En su imaginación lo había hecho muchísimas veces. Infinidad de veces vio los cuernos, el hocico húmedo del toro, las orejas crispadas y luego cómo agachaba la cabeza para la embestida. Oía el golpe seco de los cascos del animal. Lo veía pasar a su lado mientras él balanceaba la capa. Vio la nueva embestida y volvió a balancear la capa, y luego una y otra vez, para concluir mareando al animal con su gran media verónica y alejándose con oscilaciones de las caderas, con pelos del toro que se habían prendido de los adornos de oro de su chaqueta en los pases más ajustados. El toro había quedado hipnotizado y la multitud aplaudía con entusiasmo... No, no tendría miedo. Otros podían sentirlo, pero él no. Sabía que iba a ser así. Aunque siempre hubiera tenido miedo, estaba seguro de que podría hacerlo con toda calma. Tenía confianza.
-Yo no tendría miedo -repitió.
-¡Bah! -volvió a exclamar Enrique, y después de una pausa agregó-: ¿Y si hiciéramos la prueba?
-¿Cómo?
-Mira -explicó el lavador de platos-. Tú piensas siempre en el toro, pero te olvidas de los cuernos. El toro tiene tanta fuerza que los cuernos cortan como un cuchillo, se clavan como una bayoneta y matan como un garrote. Mira -y al decir esto abrió un cajón de la mesa y sacó dos cuchillas de cortar carne-. Las ataré a las patas de una silla. Luego haré de toro poniéndola delante de mi cabeza. Imaginémonos que las cuchillas son los cuernos. Si logras hacer esos pases, puedes ser considerado una cosa seria.
-Préstame tu delantal. Lo haremos en el comedor.
-No -dijo Enrique, despojándose repentinamente de su amargura habitual-. No lo hagas, Paco.
-Sí. No tengo miedo.
-Pero lo tendrás, cuando veas cómo se acercan las cuchillas...
-Ya veremos -concluyó Paco-. Dame el delantal.
Y Enrique empezó a atar las dos cuchillas de hoja gruesa y afilada como la de una navaja a las patas de la silla, utilizando dos servilletas sucias que arrollaba a la altura de la mitad de cada cuchilla, apretándolas lo más fuerte que le era posible.
Entretanto, las dos camareras, hermanas de Paco, se dirigían al cine para ver a Greta Garbo en «Anna Christie». De los dos sacerdotes, uno estaba sentado leyendo su breviario, y el otro rezaba el rosario. Todos los toreros de la pensión, excepto el que se encontraba enfermo, habían hecho ya su aparición nocturna en el café Fornos, donde el picador corpulento y de cabellos negros jugaba al billar, y el matador bajo y respetuoso se hallaba delante de una taza de café con leche en una mesa muy concurrida, al lado del banderillero y de unos obreros serios.
El picador canoso dado a la bebida, tenía un vaso de brandy cazalás y observaba con placer la mesa ocupada por el matador que ya había perdido el coraje, otro que renunciaba a la espada para ser de nuevo banderillero y dos viejas prostitutas.
Por su parte, el subastador estaba charlando con varios amigos en la esquina; el camarero alto estaba en la reunión anarco-sindicalista, esperando con ansiedad la ocasión de hacer uso de la palabra, y el mayor de los camareros se encontraba sentado en la terraza del Café Álvarez, bebiendo una copa de cerveza. En cuanto a la dueña de la Pensión Luarca, dormía ya, boca arriba, con el almohadón entre las piernas. Era una mujer alta, gorda, honrada, limpia, tranquila y muy religiosa. Todavía añoraba a su marido y no dejaba de rezar por él todos los días, a pesar de que hacia veinte años que había muerto. El matador enfermo continuaba en su cuarto, solo, acostado boca abajo, con un pañuelo en la boca.
En el desierto comedor, Enrique estaba haciendo el último nudo en las servilletas que ataban las cuchillas a las patas de la silla. Después dirigió las patas hacia adelante y sostuvo la silla sobre su cabeza, a cada lado de la cual apuntaba una de las afiladas cuchillas.
-Pesa mucho -dijo-. Mira, Paco, va a ser muy peligroso. No lo hagas.
Estaba sudando...
Frente a él, Paco sostenía el delantal extendido, con un pliegue en cada mano, con los pulgares arriba y los índices hacia abajo, esperando la carga de la imaginaria bestia.
-Avanza en línea recta -indicó-. Luego vuélvete como hace el toro. Y hazlo todas las veces que quieras.
-¿Y cómo sabrás cuándo cortar el pase? -preguntó Enrique-. Es mejor hacer tres y después una media.
-Entendido. Pero, ¿qué esperas? ¡Eh, torito! ¡Ven, torito!
Con la cabeza gacha, Enrique corrió hacia él, y Paco balanceó el delantal junto a la afilada cuchilla, que pasó muy cerca de su vientre, negro y liso, de puntas blancas, y cuando Enrique se dio vuelta para volver a atropellar, vio la masa cubierta de sangre del toro y oyó el golpe de los cascos que pasaban a su lado, y, ágil como un gato, retiró la capa, dejando que aquél siguiera su carrera. Enrique preparó entonces una nueva embestida y esta vez, mientras calculaba la distancia, Paco adelantó demasiado su pie izquierdo -cosa de dos o tres pulgadas- , y la cuchilla penetró en su cuerpo con la misma facilidad que si se hubiese tratado de un odre. Entonces sintió un calor nauseabundo junto con la fría rigidez del acero. Al mismo tiempo oyó que Enrique gritaba:
-¡Ayl ¡Ay! ¡Déjame que lo saque! ¡Déjame sacártelo!
Paco cayó hacia adelante, sobre la silla, sosteniendo todavía en sus manos el delantal convertido en capa. Enrique, en su afán de separar al compañero, empujaba la silla, y la cuchilla se hundía en él, en él, en Paco...
Por fin salió, y él se sentó sobre el piso, en el charco caliente que se agrandaba cada vez más.
-Ponte la servilleta encima. ¡Fuerte! -dijo Enrique-. Aprieta bien. Iré corriendo en busca del médico. Debes contener la hemorragia.
-Haría falta una ventosa de goma -respondió Paco, que había visto usar eso en la arena.
-Yo atropellé en línea recta -balbuceó Enrique, sollozando-. Lo único que quería era mostrarte el peligro...
-No te preocupes -la voz de Paco parecía lejana-, pero trae el médico.
En la arena, cuando alguien resulta herido, lo levantan y lo llevan corriendo a la sala de operaciones. Si la arteria femoral se vacía antes de llegar, llaman al sacerdote...
-Avisa a uno de los curas -continuó Paco, que sostenía la servilleta con todas sus fuerzas contra la parte baja del abdomen. No podía creer que le hubiera ocurrido aquello.
Pero Enrique ya estaba en la calle San Jerónimo y se dirigía corriendo hacia el dispensario de urgencia. Paco se quedó solo. Primero se levantó, pero el dolor lo hizo caer de nuevo, y permaneció en el suelo hasta lanzar el último suspiro, sintiendo que su vida se escapaba como el agua sucia sale de la bañera cuando uno levanta el tapón. Estaba asustado, y, al sentirse desfallecer, trató de decir una frase de contrición. Recordaba el comienzo, pero apenas pronunció, con la mayor rapidez posible: «¡Oh, Dios mío! Me arrepiento sinceramente de haberte ofendido, a Ti, que mereces todo mi amor, y resuelvo firmemente...»; se sintió ya demasiado débil y cayó boca abajo sobre el piso, expirando en pocos segundos. Una arteria femoral herida se vacía más pronto de lo que uno piensa.
Mientras el médico del dispensario subía por la escalera acompañado por el agente de policía, que llevaba del brazo a Enrique, las dos hermanas de Paco estaban en el monumental cinematógrafo de la Gran Vía. La película de la Garbo les deparó una gran desilusión. Nadie quedó conforme con el mísero papel de la gran estrella, pues estaban acostumbrados a verla siempre rodeada de gran lujo y esplendor. Los espectadores demostraban su desagrado mediante silbidos y pateos. Los otros habitantes del hotel estaban haciendo casi exactamente lo mismo que cuando ocurrió el accidente, excepto los dos curas, que habían terminado sus devociones y se preparaban para ir a dormir, y el canoso picador, que trasladó su copa a la mesa ocupada por las dos viejas prostitutas. Un poco más tarde salió del café con una de ellas: la que había acompañado en la borrachera al matador que perdiera el coraje.
Y el joven Paco no se enteró nunca de esto ni de lo que aquella gente iba a hacer al día siguiente. Ni se imaginaba cómo vivían, en realidad, ni cómo terminarían sus existencias. Murió, como dice la frase española, lleno de ilusiones. No había tenido tiempo en su vida para perder ninguna de ellas, ni siquiera, al final, para completar un acto de contrición.
Tampoco tuvo tiempo para desilusionarse por la película de Greta Garbo, que defraudó a todo Madrid durante una semana.

sábado, 28 de julio de 2007

"Bienvenido, Bob" (Juan Carlos Onetti)

Es seguro que cada día estará más viejo, más lejos del tiempo en que se llamaba Bob, del pelo rubio colgando en la sien, la sonrisa y los lustrosos ojos de cuando entraba silenciosamente en la sala, murmurando un saludo o moviendo un poco la mano cerca de la oreja, e iba a sentarse bajo la lámpara, cerca del piano, con un libro o simplemente quieto y aparte, abstraído, mirándonos durante una hora sin un gesto en la cara, moviendo de vez en cuando los dedos para manejar el cigarrillo y limpiar de cenizas la solapa de sus trajes claros.
Igualmente lejos -ahora que se llama Roberto y se emborracha con cualquier cosa, protegiéndose la boca con la mano sucia cuando toso- del Bob que tomaba cerveza, dos vasos solamente en la más larga de las noches, con una pila de monedas de diez sobre su mesa de la cantina del club, para gastar en la máquina de discos. Casi siempre solo, escuchando jazz, la cara soñolienta, dichosa y pálida, moviendo apenas la cabeza para saludarme cuando yo pasaba, siguiéndome con los ojos tanto tiempo como yo me quedara, tanto tiempo como me fuera posible soportar su mirada azul detenida incansablemente en mí, manteniendo sin esfuerzo el intenso desprecio y la burla más suave. También con algún otro muchacho, los sábados, alguno tan rabiosamente joven como él, con quien conversaba de solos, trompas y coros y de la infinita ciudad que Bob construiría sobre la costa cuando fuera arquitecto. Se interrumpía al verme pasar para hacerme el breve saludo y no sacar los ojos de mi cara, resbalando palabras apagadas y sonrisas por una punta de la boca hacia el compañero que terminaba siempre por mirarme y duplicar en silencio el silencio y la burla.
A veces me sentía fuerte y trataba de mirarlo: apoyaba la cara en una mano y fumaba encima de mi copa mirándolo sin pestañear, sin apartar la atención de mi rostro que debía sostenerse frío, un poco melancólico. En aquel tiempo Bob era muy parecido a Inés; podía ver algo de ella en su cara a través del salón del club, y acaso alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella. Pero casi siempre prefería olvidar los ojos de Bob y me sentaba de espaldas a él y miraba las bocas de los que hablaban en mi mesa, a a veces callado y triste para que él supiera que había en mí algo más que aquello por lo que había juzgado, algo próximo a él; a veces me ayudaba con unas copas y pensaba "querido Bob, andá a contárselo a tu hermanita", mientas acariciaba las manos de las muchachas que estaban sentadas a mi mesa o estiraba una teoría sobre cualquier cosa, para que ellas rieran y Bob lo oyera.
Pero ni la actitud ni la mirada de Bob mostraban ninguna alteración en aquel tiempo, hiciera yo lo que hiciera. Sólo recuerdo esto como prueba de que él anotaba mis comedias en la cantina. Tenía un impermeable cerrado hasta el cuello, las manos en los bolsillos. Me saludó moviendo la cabeza, miró alrededor enseguida y avanzó en la habitación como si me hubiera suprimido con la rápida cabezada: lo vi moverse dando vueltas a la mesa, sobre la alfombra, andando sobre ella con sus amarillentos zapatos de goma. Tocó una flor con un dedo, se sentó en el borde de la mesa y se puso a fumar mirando el florero, el sereno perfil puesto hacia mí, un poco inclinado, flojo y pensativo. Imprudentemente -yo estaba de pie recostado contra el piano- empuje con mi mano izquierda una tecla grave y quedé ya obligado a repetir el sonido cada tres segundos, mirándolo.
Yo no tenía por él más que odio y un vergonzante respeto, y seguí hundiendo la tecla, clavándola con una cobarde ferocidad en el silencio de la casa, hasta que repentinamente quedé situado afuera, observando la escena como si estuviera en lo alto de la escalera o en la puerta, viéndolo y sintiéndolo a él, Bob, silencioso y ausente junto al hilo de humo de su cigarrillo que subía temblando; sintiéndome a mí, alto y rígido, un poco patético, un poco ridículo en la penumbra, golpeando cada tres exactos segundos la tecla grave con mi índice. Pensé entonces que no estaba haciendo sonar el piano por una incomprensible bravata, sino que lo estaba llamando; que la profunda nota que tenazmente hacía renacer mi dedo en el borde de cada última vibración era, al fin encontrada, la única palabra pordiosera con que podía pedir tolerancia y comprensión a su juventud implacable. Él continuó inmóvil hasta que Inés golpeó la puerta del dormitorio antes de bajar a juntarse conmigo. Entonces Bob se enderezó y vino caminando con pereza hasta el otro extremo del piano, apoyó un codo, me miró un momento y después dijo con una hermosa sonrisa: "¿Esta noche es una noche de lecho o de whisky? ¿Ímpetu de salvación o salto en el vacío?".
No podía contestarle nada, no podía deshacerle la cara de un golpe; dejé de tocar y fui retirando lentamente la mano del piano. Inés estaba en la mitad de la escalera cundo él me dijo: "Bueno, puede ser que usted improvise".
El duelo duró tres o cuatro meses, y yo no podía dejar de ir por las noches al club -recuerdo, de paso, que había campeonato de tenis por aquel tiempo- porque cuando me estaba por algún tiempo sin aparecer por allí, Bob saludaba mi regreso aumentando el desdén y la ironía en sus ojos y se acomodaba en el asiento con una mueca feliz.
Cuando llegó el momento de que yo no pudiera desear otra solución que casarme con Inés cuanto antes, Bob y su táctica cambiaron. No sé cómo supo mi necesidad de casarme con su hermana y de cómo yo había abrazado esa necesidad con todas las fuerzas que me quedaban. Mi amor por aquella necesidad había suprimido el pasado y toda atadura con el presente. No reparaba entonces en Bob; pero poco tiempo después hube de recordar cómo había cambiado en aquella época y alguna vez quedé inmóvil, de pie en la esquina, insultándolo entre dientes, comprendiendo que entonces su cara había dejado de ser burlona y me enfrentaba con seriedad y un intenso cálculo, como se mira un peligro o una tarea compleja, como se trata de valorar el obstáculo y medirlo con las fuerzas de uno. Pero yo no le daba ya importancia y hasta llegué a pensar que en su cara inmóvil y fija estaba naciendo la comprensión por lo fundamental mío, por un viejo pasado de limpieza que la adorada necesidad de casarme con Inés extraía de debajo de los años y sucesos para acercarme a él.
Después vi que estaba esperando la noche; pero lo vi recién cuando aquella noche llegó Bob y vino a sentarse a la mesa donde yo estaba solo y despidió al mozo con una seña. Esperé un rato mirándolo, era tan parecido a ella cuando movía las cejas; y la punta de la nariz, como a Inés, se le aplastaba un poco cuando conversaba. "Usted no va a casarse con Inés", dijo después. Lo miré, sonreí, dejé de mirarlo. "No, no se va a casar con ella porque una cosa así se puede evitar si hay alguien de veras resuelto a que se haga". Volví a sonreírme. "Hace unos años -le dije- eso me hubiera dado muchas ganas de casarme con Inés. Ahora no agrega ni saca. Pero puedo oírlo, si quiere explicarme...". Enderezó la cabeza y continuó mirándome en silencio; acaso tuviera prontas las frases y esperaba a que yo completara la mía para decirlas. "Si quiere explicarme por qué no quiere que yo me case con ella", pregunté lentamente y me recosté en la pared. Vi enseguida que yo no había sospechado nunca cuánto y con cuanta resolución me odiaba; tenía la cara pálida, con una sonrisa sujeta y apretada con los labios y dientes. "Habría que dividirlo por capítulos -dijo-, no terminaría en la noche".
"Pero se puede decir en dos o tres palabras. Usted no se va a casar con ella porque usted es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios". Chupó el cigarrillo apagado, miró hacia la calle y volvió a mirarme; mi cabeza estaba apoyada contra la pared y seguía esperando. "Claro que usted tiene motivos para creer en lo extraordinario suyo. Creer que ha salvado muchas cosas del naufragio. Pero no es cierto". Me puse a fumar de perfil a él; me molestaba, pero no le creía; me provocaba un tibio odio, pero yo estaba seguro de que nada me haría dudar de mí mismo después de haber conocido la necesidad de casarme con Inés. No; estábamos en la misma mesa y yo era tan limpio y tan joven como él. "Usted puede equivocarse -le dije-. Si usted quiere nombrar algo de lo que hay deshecho en mí...". "No, no -dijo rápidamente-, no soy tan niño. No entro en ese juego. Usted es egoísta; es sensual de una sucia manera. Está atado a cosas miserables y son las cosas las que lo arrastran. No va a ninguna parte, no lo desea realmente. Es eso, nada más; usted es viejo y ella es joven. Ni siquiera debo pensar en ella frente a usted. Y usted pretende...". Tampoco entonces podía yo romperle la cara, así que resolví prescindir de él, fui al aparato de música, marqué cualquier cosa y puse una moneda. Volví despacio al asiento y escuché. La música era poco fuerte; alguien cantaba dulcemente en el interior de grandes pausas. A mi lado Bob estaba diciendo que ni siquiera él, alguien como él, era digno de mirar a Inés a los ojos. Pobre chico, pensé con admiración. Estuvo diciendo que en aquello que él llama vejez, lo más repugnante, lo que determinaba la descomposición era pensar por conceptos, englobar a las mujeres en la palabra mujer, empujarlas sin cuidado para que pudieran amoldarse al concepto hecho por una pobre experiencia. Pero -decía también- tampoco la palabra experiencia era exacta. No había ya experiencias, nada más que costumbre y repeticiones, nombres marchitos para ir poniendo a las cosas y un poco crearlas. Más o menos eso estuvo diciendo. Y yo pensaba suavemente si él caería muerto o encontraría la manera de matarme, allí mismo y enseguida, si yo le contara las imágenes que removía en mí al decir que ni siquiera él merecía tocar a Inés con la punta de un dedo, el pobre chico, o besar el extremo de sus vestidos, la huella de sus pasos o cosas así. Después de una pausa -la música había terminado y el aparato apagó las luces aumentando el silencio-, Bob dijo "nada más", y se fue con el andar de siempre, seguro, ni rápido ni lento.
Si aquella noche el rostro de Inés se me mostró en las facciones de Bob, si en algún momento el fraternal parecido pudo aprovechar la trampa de un gesto para darme a Inés por Bob, fue aquella, entonces, la última vez que vi a la muchacha. Es cierto que volví a estar con ella dos noches después en la entrevista habitual, y un mediodía en un encuentro impuesto por mi desesperación, inútil, sabiendo de antemano que todo recurso de palabra y presencia sería inútil, que todos mis machacantes ruegos morirían de manera asombrosa, como si no hubieran sido nunca, disueltos en el enorme aire azul de la plaza, bajo el follaje de verde apacible en mitad de la buena estación.
Las pequeñas y rápidas partes del rostro de Inés que me había mostrado aquella noche Bob, aunque dirigidas contra mí, unidas a la agresión, participaban del entusiasmo y el candor de la muchacha. Pero cómo hablar a Inés, cómo tocarla, convencerla a través de la repentina mujer apática de las dos últimas entrevistas. Cómo reconocerla o siquiera evocarla mirando a la mujer de largo cuerpo rígido en el sillón de su casa y en el banco de la plaza, de una igual rigidez resuelta y mantenida en las dos distintas horas y los dos parajes; la mujer de cuello tenso, los ojos hacia delante, la boca muerta, las manos plantadas en el regazo. Yo la miraba y era "no", sabía que era "no" todo el aire que la estaba rodeando.
Nunca supe cuál fue la anécdota elegida por Bob para aquello; en todo caso, estoy seguro de que no mintió, de que entonces nada -ni Inés- podía hacerlo mentir. No vi más a Inés ni tampoco a su forma vacía y endurecida; supe que se casó y que no vive ya en Buenos Aires. Por entonces, en medio del odio y del sufrimiento me gustaba imaginar a Bob imaginando mis hechos y eligiendo la cosa justa o el conjunto de cosas que fue capaz de matarme en Inés y matarla a ella para mí.
Ahora hace cerca de un uño que veo a Bob casi diariamente, en el mismo café, rodeado de la misma gente. Cuando nos presentaron -hoy se llama Roberto- comprendí que el pasado no tiene tiempo y el ayer se junta allí con la fecha de diez años atrás. Algún gastado rastro de Inés había aún en su cara, y un movimiento de la boca de Bob alcanzó para que yo volviera a ver el alargado cuerpo de la muchacha, sus calmosos y desenvueltos pasos, y para que los mismos inalterados ojos azules volvieran a mirarme bajo un flojo peinado que cruzaba y sujetaba una cinta roja. Ausente y perdida para siempre, podía conservarse viviente e intacta, definitivamente inconfundible, idéntica a lo esencial suyo. Pero era trabajoso escarbar en la cara, las palabras y los gestos de Roberto para encontrar a Bob y poder odiarlo. La tarde del primer encuentro esperé durante horas a que se quedara solo o saliera para hablarle y golpearlo. Quieto y silencioso, espiando a veces su cara o evocando a Inés en las ventanas brillantes del café, compuse mañosamente las frases del insulto y encontré el paciente tono con que iba a decírselas, elegí el sitio de su cuerpo donde dar el primer golpe. Pero se fue al anochecer acompañado por tres amigos, y resolví esperar, como había esperado él años atrás, la noche propicia en que estuviera solo.
Cuando volví a verlo, cuando iniciamos esta segunda amistad que espero no terminará ya nunca, dejé de pensar en toda forma de ataque. Quedó resuelto que no le hablaría jamás de Inés ni del pasado y que, en silencio, yo mantendría todo aquello viviente dentro de mí. Nada más que esto hago, casi todas las tardes, frente a Roberto y las caras familiares del café. Mi odio se conservará cálido y nuevo mientras pueda seguir viviendo y escuchando a Roberto; nadie sabe de mi venganza, pero la vivo, gozosa y enfurecida, un día y otro. Hablo con él, sonrío, fumo, tomo café. Todo el tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe, en la audacia de sus pasados sueños. Pensando en el Bob que amaba la música, en el Bob que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una ciudad de enceguecedora belleza para cinco millones de habitantes, a lo largo de la costa del río; el Bob que no podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha de los jóvenes contra los viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando minucioso y plácido en todo eso frente al hombre de dedos sucios de tabaco llamado Roberto, que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una mujer a quien nombra "mi señora"; el hombre que se pasa estos largos domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las carreras por teléfono.
Nadie amó a mujer alguna con la fuerza con que yo amo su ruindad, su definitiva manera de estar hundido en la sucia vida de los hombres. Nadie se arrobó de amor como yo lo hago ante sus fugaces sobresaltos, los proyectos sin convicción que un destruido y lejano Bob le dicta algunas veces y que sólo sirven para que mida con exactitud hasta donde está emporcado para siempre.
No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor como diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos. Es todavía un recién llegado y de vez en cuando sufre sus crisis de nostalgia. Lo he visto lloroso y borracho, insultándose y jurando el inminente regreso a los días de Bob. Puedo asegurar que entonces mi corazón desborda de amor y se hace sensible y cariñoso como el de una madre. En el fondo sé que no se irá nunca porque no tiene sitio donde ir; pero me hago delicado y paciente y trato de conformarlo. Como ese puñado de tierra natal, o esas fotografías de calles y monumentos, o las canciones que gustan traer consigo los inmigrantes, voy construyendo para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen luz y el sabor del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo. Y él acepta; protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo de las horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables.

jueves, 19 de julio de 2007

"Balada de la Primera Novia" (Alejandro Dolina)

El poeta Jorge Allen tuvo su primera novia a la edad de doce años. Guarden las personas mayores sus sonrisas condescendientes. Porque en la vida de un hombre hay pocas cosas mas serias que su amor inaugural.
Por cierto, los mercaderes, los Refutadores de Leyendas y los aplicadores de inyecciones parecen opinar en forma diferente y resaltan en sus discursos la importancia del automóvil, la higiene, las tarjetas de crédito y las comunicaciones instantáneas. El pensamiento de estas gentes no debe preocuparnos. Después de todo han venido al mundo con propósitos tan diferentes de los nuestros, que casi es imposible que nos molesten.

Ocupémonos de la novia de Allen. Su nombre se ha perdido para nosotros, no lejos de Patricia o Pamela. Fue tal vez morocha y linda.
El poeta niño la quiso con gravedad y temor. No tenía entonces el cínico aplomo que da el demasiado trato con las mujeres. Tampoco tenía -ni tuvo nunca- la audacia guaranga de los papanatas.
Las manifestaciones visibles de aquel romance fueron modestas. Allen creía recordar una mano tierna sobre su mentón, una blanca vecindad frente a un libro de lectura y una frase, tan solo una: "Me gustás vos." En algun recreo perdió su amor y más tarde su rastro.
Despues de una triste fiestita de fin de curso, ya no volvió a verla ni a tener noticias de ella.
Sin embargo siguió queriéndola a lo largo de sus años. Jorge Allen se hizo hombre y vivió formidables gestas amorosas. Pero jamás dejó de llorar por la morocha ausente.
La noche en que cumplía treinta y tres años, el poeta supo que había llegado el momento de ir a buscarla.

Aquí conviene decir que la aventura de la Primera Novia es un mito que aparece en muchísimos relatos del barrio de Flores. Los racionalistas y los psicólogos tejen previsibles metáforas y alegorías resobadas. De ellas surge un estado de incredulidad que no es el más recomendable para emocionarse por un amor perdido.

A falta de mejor ocurrencia, Allen merodeó la antigua casa de la muchacha, en un barrio donde nadie la recordaba. Después consultó la guía telefónica y los padrones electorales. Miró fijamente a las mujeres de su edad y también a las niñas de doce años. Pero no sucedió nada.
Entonces pidió socorro a sus amigos, los Hombres Sensibles de Flores. Por suerte, estos espíritus tan proclives al macaneo metafísico tenían una noción sonante y contante de la ayuda.
Jamás alcanzaron a comprender a quienes sostienen que escuchar las ajenas lamentaciones es ya un servicio abnegado. Nada de apoyos morales ni palabras de aliento. Llegado el caso, los muchachos del Angel Gris actuaban directamente sobre la circunstancia adversa: convencían a mujeres tercas, amenazaban a los tramposos, revocaban injusticias, luchaban contra el mal, detenían el tiempo, abolían la muerte.
Así, ahorrándose inútiles consejos, con el mayor entusiasmo buscaron junto al poeta a la Primera Novia.

El caso no era fácil. Allen no poseía ningun dato prometedor. Y para colmo anunció un hecho inquietante:
- Ella fue mi primera novia, pero no estoy seguro de haber sido su primer novio.
- Esto complica las cosas -dijo Manuel Mandeb, el polígrafo-. Las mujeres recuerdan al primer novio, pero difícilmente al tercero o al quinto.
El músico Ives Castagnino declaró que para una mujer de verdad, todos los novios son el primero, especialmente cuando tienen carácter fuerte.
Resueltas las objeciones leguleyas, los amigos resolvieron visitar a Celia, la vieja bruja de la calle Gavilán. En realidad, Allen debió ser llevado a la rastra, pues era hombre temeroso de los hechizos.
- Usted tiene una gran pena -gritó la adivina apenas lo vió.
- Ya lo sé señora... dígame algo que yo no sepa...
- Tendrá grandes dificultades en el futuro...
- También lo sé...
- Le espera una gran desgracia...
- Como a todos, señora...
- Tal vez viaje...
- O tal vez no...
- Una mujer lo espera...
- Ahi me va gustando... ¿Dónde está esa mujer?
- Lejos, muy lejos... En el patio de un colegio. Un patio de baldosas grises.
- Siga... con eso no me alcanza.
- Veo un hombre que canta lo que otros le mandan cantar. Ese hombre sabe algo... Veo también una casa humilde con pilares rosados.
- ¿Qué más?
- Nada más... Cuanto más yo le diga, menos podrá usted encontrarla. Váyase. Pero antes pague.

Los meses que siguieron fueron infructuosos. Algunas mujeres de la barriada se enteraron de la búsqueda y fingieron ser la Primera Novia para seducir al poeta. En ocasiones Mandeb, Castagnino y el ruso Salzman simularon ser Allen para abusar de las novias falsas.
Los viejos compañeros del colegio no tardaron en presentarse a reclamar evocaciones. Uno de ellos hizo una revelación brutal.
- La chica se llamaba Gomez. Fue mi Primera Novia
- ¡Mentira! -gritó Allen.
- ¿Por qué no? Pudo haber sido la Primera Novia de muchos.
Entre todos lo echaron a patadas.
Una tarde se presentó una rubia estupenda de ojos enormes y esforzados breteles. Resultó ser el segundo amor del poeta. Algunas semanas después apareció la sexta novia y luego la cuarta. Se supo entonces que Jorge Allen solía ocultar su pasado amoroso a todas las mujeres, de modo que cada una de ellas creía iniciar la serie.

A fines de ese año, Manuel Mandeb concibió con astucia la idea de organizar una fiesta de ex-alumnos de la escuela del poeta.
Hablaron con las autoridades, cursaron invitaciones, publicaron gacetillas en las revistas y en los diarios, pegaron carteles y compraron masas y canapés.
La reunión no estuvo mal. Hubo discursos, lágrimas, brindis y algún reencuentro emocionante. Pero la chica de apellido Gómez no concurrió.
Sin embargo, los Hombres Sensibles -que estaban allí en calidad de colados- no perdieron el tiempo y trataron de obtener datos entre los presentes.
El poeta conversó con Ines, compañera de banco de la morocha ausente.
- Gómez, claro -dijo la chica-. Estaba loca por Ferrari.
Allen no pudo soportarlo.
- Estaba loca por mí.
- No, no... Bueno, eran cosas de chicos.
Cosas de chicos. Nada menos. Amores sin cálculo, rencores sin piedad, traiciones sin remordimiento.
El petiso Cáceres declaró haberla visto una vez en Paso del Rey. Y alguien se la había cruzado en el tren que iba a Moreno.
Nada más.

Los muchachos del Angel Gris fueron olvidando el asunto. Pero Allen no se resignaba. Inútilmente buscó en sus cajones algún papel subrepticio, alguna anotación reveladora. Encontró la foto oficial de sexto grado. Se descubrió a sí mismo con una sonrisa de zonzo. La morochita estaba lejos, en los arrabales de la imagen, ajena a cualquier drama.
- ¡Ay, si supieras que te he llorado....! Si supieras que me gustaría mostrarte mi hombría... Si supieras todo lo que aprendí desde aquel tiempo...

Una noche de verano, el poeta se aburría con Manuel Mandeb en una churrasquería de Caseros. Un payador mediocre complacía los pedidos de la gente.
- Al de la mesa del fondo le canto sinceramente...
De pronto Allen tuvo una inspiración.
- Ese hombre canta lo que otros le mandan cantar.
- Es el destino de los payadores de churrasquería.
- Celia, la adivina, dijo que un hombre así conocía a mi novia...
Mandeb copó la banca.
- Acérquese, amigo.
El payador se sentó en la mesa y aceptó una cerveza. Después de algunos vagos comentarios artísticos, el polígrafo fue al asunto.
- Se me hace que usted conoce a una amiga nuestra. Se apellida Gómez, y creo que vivía por Paso del Rey.
- Yo soy Gómez -dijo el cantor-. Y por esos barrios tengo una prima.
Despues pulsó la guitarra, se levantó y abandonando la mesa se largó con una décima.
- Acá este amable señor
conoce una prima mía
que según creo vivía
en la calle Tronador.
Vaya mi canto mejor
con toda mi alma de artista
tal vez mi verso resista
pa' saludar a esta gente
y a mi prima, la del puente
sobre el Río Reconquista.

Durante los siguientes días los Hombres Sensibles de Flores recorrieron Paso del Rey en las vecindades del río Reconquista, buscando la calle Tronador y una casa humilde con pilares rosados. Una tarde fueron atacados por unos lugareños levantiscos y dos noches después cayeron presos por sospechosos. Para facilitarse la investigación decían vender sábanas. Salzman y Mandeb levantaron docenas de pedidos.

Finalmente, la tarde que Jorge Allen cumplía treinta y cuatro años, el poeta y Mandeb descubrieron la casa.
- Es aquí. Aquí están los pilares rosados.
Mandeb era un hombre demasiado agudo como para tener esperanzas.
- No me parece. Vámonos.
Pero Allen tocó el timbre. Su amigo permaneció cerca del cordón de la vereda.
- Aquí no es, rajemos.
Nuevo timbrazo. Al rato salió una mujer gorda, morochita, vencida, avejentada. Un gesto forastero le habitaba el entrecejo. La boca se le estaba haciendo cruel. Los años son pesados para algunas personas.
- Buenas tades -dijo la voz que alguna vez había alegrado un patio de baldosas grises.
Pero no era suficiente. Ya la mujer estaba más cerca del desengaño que de la promesa.
Y allí, a su frente, Jorge Allen, más niño que nunca, mirando por encima del hombro de la Primera Novia, esperaba un milagro que no se producía.
- Busco a una compañera de colegio -dijo-. Soy Allen, sexto grado B, turno mañana. La chica se llamaba Gómez.
La mujer abrió los ojos y una niña de doce años sonrió dentro suyo. Se adelantó un paso y comenzó una risa amistosa con interjecciones evocativas. Rápido como el refucilo, en uno de los procedimientos más felices de su vida, Mandeb se adelantó.
- Nos han dicho que vive por aquí... Yo soy Manuel Mandeb, mucho gusto.
Y apretó la mano de la mujer con toda la fuerza de su alma, mientras le clavaba una mirada de súplica, de inteligencia o quizás de amenaza.
Tal vez inspirada por los ángeles que siempre cuidan a los chicos, ella comprendió.
- Encantada -murmuró-. Pero lamento no conocer a esa persona. Le habrán informado mal.
- Por un momento pensé que era usted -respiró Allen-. Le ruego que nos disculpe.
- Vamos -sonrió Mandeb-. La señora bien pudo haber sido tu alumna, viejo sinvergüenza...
Los dos amigos se fueron en silencio.

Esa noche Mandeb volvió solo a la casa de los pilares rosados. Ya frente a la mujer morocha le dijo:
- Quiero agradecerle lo que ha hecho....
- Lo siento mucho... No he tenido suerte, estoy avergonzada, míreme....
- No se aflija. El la seguira buscando eternamente.
Y ella contestó, tal vez llorando:
- Yo también.
- Algun día todos nos encontraremos. Buenas noches, señora.

Las aventuras verdaderamente grandes son aquellas que mejoran el alma de quien las vive. En ese único sentido es indispensable buscar a la Primera Novia. El hombre sabio debera cuidar -eso sí- el detenerse a tiempo, antes de encontrarla.
El camino está lleno de hondas y entrañables tristezas. Jorge Allen siguió recorriéndolo hasta que él mismo se perdió en los barrios hostiles junto con todos los Hombres Sensibles.

sábado, 14 de julio de 2007

"Jardín de infancia" (Naguib Mahfuz)

-Papá...
-¿Qué?
-Yo y mi amiga Nadia siempre estamos juntas.
-Claro, mujer, porque es tu amiga.
-En clase... en el recreo... a la hora de comer...
-Estupendo... es una niña buena y juiciosa.
-Pero en la hora de religión yo voy a una clase y ella a otra.
Miró a la madre y vio que sonreía, ocupada en bordar un mantel. Y dijo, sonriendo también:
-Sí... pero sólo en la clase de religión...
-¿Y por qué, papá?
-Porque tú eres de una religión y ella de otra.
-Pero, ¿por qué, papá?
-Porque tú eres musulmana y ella cristiana.
-¿Y por qué, papá?
-Eres aún muy pequeña, ya lo comprenderás...
-No, ¡soy mayor!
-No, eres pequeña, cariñito...
-¿Y por qué soy musulmana?
Debía ser comprensivo y delicado: no faltar a los preceptos de la pedagogía moderna a la primera dificultad. Contestó:
-Porque papá es musulmán... mamá es musulmana...
-¿Y Nadia?
-Porque su papá es cristiano y su mamá también...
-¿Porque su papá lleva gafas?
-No... Las gafas no tienen nada que ver. Es porque su abuelo también era cristiano y...
Siguió con la cadena de antepasados hasta aburrirse. Trató de cambiar el tema pero la niña preguntó:
-¿Cuál es mejor?
Dudó un momento antes de contestar:
-Las dos...
-¡Pero yo quiero saber cuál es mejor!
-Es que las dos lo son.
-¿Y por qué no me hago cristiana para estar siempre con Nadia?
-No, cariñito, es mejor que no. Hay que ser lo mismo que papá y que mamá...
-¿Y por qué?
Francamente: la pedagogía moderna es tiránica.
-¿Por qué no esperas a ser mayor?
-No ¡Ahora!
-Bien. Digamos que por gusto. A ella le gusta más una y tú prefieres la otra. Tú eres musulmana y ella tiene otro gusto. Por eso tienes que seguir siendo musulmana.
-¿Nadia tiene mal gusto?
Dios confunda a ti y a Nadia. Había metido la pata a pesar de las precauciones. Se lanzó sin piedad al cuello de una botella.
-Sobre gustos no hay nada escrito. Lo único imprescindible es seguir siendo como papá y mamá...
-¿Puedo decirle que ella tiene mal gusto y yo no?
Salió al paso:
-Las dos son buenas: tanto el Islam como el Cristianismo adoran a Dios.
-¿Y por qué yo lo adoro en una habitación y ella en otra?
-Porque ella lo adora de una manera y tú de otra.
-¿Y cuál es la diferencia, papá?
-Ya lo estudiarás el año que viene o el otro. Por el momento confórmate con saber que Islam y Cristianismo adoran a Dios.
-¿Y quién es Dios, papá?
Se detuvo, reflexionó un segundo y preguntó, extremando las precauciones:
-¿Qué les ha dicho Abla?
-Lee la azora y nos enseña a rezar, pero yo no sé. ¿Quién es Dios, papá?
Se quedó pensando con sonrisa torcida. Luego:
-Es el Creador del mundo.
-¿De todo?
-De todo.
-¿Qué quiere decir Creador, papá?
-Quiere decir que lo ha hecho todo.
-¿Cómo, papá?
-Con su Sumo poder.
-¿Y dónde vive?
-En todo el mundo.
-¿Y antes del mundo?
-Arriba...
-¿En el cielo?
-Sí...
-Quiero verlo.
-No se puede.
-¿Ni en la televisión?
-No.
-¿Y no lo ha visto nadie?
-Nadie.
-¿Y por qué sabes que está arriba?
-Porque sí.
-¿Quién adivinó que estaba arriba?
-Los profetas.
-¿Los profetas?
-Sí, como nuestro señor Mahoma.
-¿Y cómo, papá?
-Por una gracia especial.
-¿Tenía los ojos muy grandes?
-Sí.
-¿Y por qué, papá?
-Porque Dios lo creó así.
-¿Y por qué, papá?
Contestó tratando de no perder la paciencia:
-Porque puede hacer lo que quiere...
-¿Y cómo dices que es?
-Muy grande, muy fuerte, todo lo puede...
-¿Como tú, papá?
Contestó disimulando una sonrisa:
-Es incomparable.
-¿Y por qué vive arriba?
-Porque en la tierra no cabe, pero lo ve todo.
Se distrajo un momento, pero volvió:
-Pues Nadia me ha dicho que vivió en la tierra.
-No es eso; es que lo ve todo como si viviese en todas partes.
-Y también me ha dicho que la gente lo mató.
-No, está vivo, no ha muerto.
-Pues Nadia me ha dicho que lo mataron.
-Qué va, cariñito, creyeron que lo habían matado pero estaba vivo.
-¿El abuelo también está vivo?
-No, el abuelo murió.
-¿Lo han matado?
-No, se murió.
-¿Cómo?
-Se puso enfermo y se murió.
-Entonces ¿mi hermana va a morirse?
Frunció las cejas y contestó advirtiendo un movimiento de reproche del lado de la madre:
-Ni mucho menos, ella se curará si Dios quiere...
-¿Por qué se murió entonces el abuelo?
-Porque cuando se puso enfermo era ya mayor.
-¡Pues tú eres mayor, has estado enfermo y no te has muerto!
La madre lo miró regañona. Luego pasó la vista de uno a otro azorada. Él dijo:
-Nos morimos cuando Dios lo dispone.
-¿Y por qué dispone Dios que nos muramos?
-Porque es libre de hacer lo que quiere.
-¿Es bonito morirse?
-Qué va, mi vida.
-¿Y por qué Dios quiere una cosa que no es bonita?
-Todo lo que Dios quiere para nosotros es bueno.
-Pero tú acabas de decir que no lo es.
-Me he equivocado, querida.
-¿Y por qué mamá se ha enfadado cuando he dicho que por qué no te habías muerto?
-Porque todavía no es la voluntad de Dios que yo muera.
-¿Y por qué no, papá?
-Porque Él nos ha puesto aquí y Él nos lleva.
-¿Y por qué, papá?
-Para que hagamos cosas buenas aquí antes de irnos.
-¿Y por qué no nos quedamos siempre?
-Porque si nos quedásemos no habría sitio para todos en la tierra.
-¿Y dejamos las cosas buenas?
-Sí, por otras mucho mejores.
-¿Dónde están?
-Arriba.
-¿Con Dios?
-Sí.
-¿Y lo veremos?
-Sí.
-¿Y eso es bonito?
-Claro.
-Entonces, ¡vámonos!
-Pero aún no hemos hecho cosas buenas.
-¿El abuelo las había hecho?
-Sí.
-¿Cuáles?
-Construir una casa, plantar un jardín...
-¿Y qué había hecho el primo Totó?
Por un momento se puso sombrío. Echó a la madre furtivamente una mirada desvalida, luego contestó:
-Él también había construido una casa, aunque pequeña, antes de irse...
-Pues Lulú el vecino me pega y nunca hace cosas buenas...
-Es que él ha nacido anormal.
-¿Y cuándo va a morirse?
-Cuando Dios quiera.
-¿Aunque no haga cosas buenas?
-Todos tenemos que morir. Los que hacen cosas buenas se van con Dios y los que hacen cosas malas se van al infierno.
Suspiró y se quedó callada. El padre se sintió materialmente aliviado. No sabía si lo había hecho bien o si se había equivocado. Aquel torrente de preguntas había removido interrogaciones sedimentadas en lo más hondo de sí. Pero la incansable criatura gritó:
-¡Yo quiero estar siempre con Nadia!
La miró inquisitivo y ella declaró:
-¡En la clase de religión también!
Se rió estrepitosamente, la madre también rió, él dijo bostezando:
-Nunca imaginé que fuera posible discutir estas cuestiones a semejante nivel...
Habló la mujer:
-Llegará el día en que la niña crezca y puedas razonarle las verdades.
Se volvió para comprobar si aquellas palabras eran sinceras o irónicas y la encontró enfrascada en el bordado.

lunes, 9 de julio de 2007

"Polaris" (H.P.Lovecraft)

El resplandor de la Estrella Polar penetra por la ventana norte de mi cámara. Allí brilla durante todas las horas espantosas de negrura. Y durante el otoño, cuando los vientos del norte gimen y maldicen, y los árboles del pantano, con las hojas rojizas, susurran cosas en las primeras horas de la madrugada bajo la luna menguante y cornuda, me siento junto a la ventana y contemplo esa estrella. En lo alto tiembla reluciente Casiopea, hora tras hora, mientras la Osa Mayor se eleva pesadamente por detrás de esos árboles empapados de vapor que el viento de la noche balancea. Antes de romper el día, Arcturus parpadea rojozo por encima del cementerio de la loma, y la Cabellera de Berenice resplandece espectral allá, en el oriente misterioso; pero la Estrella Polar sigue mirando con recelo, fija en el mismo punto de la negra bóveda, parpadeando espantosamente como un ojo insensato y vigilante que pugna por transmitir algún extraño mensaje, aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir. Sin embargo, cuando el cielo se nubla, consigo conciliar el sueño.
Nunca olvidaré la noche de la gran aurora, cuando jugaban sobre el pantano los horribles centelleos de la luz demoníaca. Después de los destellos llegaron las nubes, y luego el sueño.
Y bajo una luna menguante y cornuda, vi la ciudad por primera vez. Se asentaba, callada y soñolienta, sobre una meseta que se alzaba en una depresión entre picos extraños. Sus murallas eran de horrible mármol, al igual que sus torres, columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles había columnas de mármol en cuya parte superior se alzaban esculpidas imágenes de hombres graves y barbados. El aire era cálido y manso. Y en lo alto, apenas a diez grados del cénit, brillaba vigilante esa Estrella Polar. Mucho tiempo estuve contemplando la ciudad sin que llegara el día. Cuando el rojo Aldebarán, que parpadea a baja altura sin ponerse, llevaba ya hecho un cuarto de su camino por el horizonte, vi luz y movimiento en las casas y las calles. Formas extrañamente vestidas, a un tiempo nobles y familiares, deambulaban bajo la luna menguante y cornuda; los hombres hablaban sabiamente en una lengua que yo entendía, si bien era distinta de la que conocía. Y cuando el rojo Aldebarán hubo recorrido más de la mitad de su trayecto, volvió el silencio y la oscuridad.
Al despertar ya no fui el de antes. Había quedado grabada en mi memoria la visión de la ciudad, y en mi alma había despertado un recuerdo brumoso, de cuya naturaleza no estaba entonces seguro. Después, en las noches de cielo nublado en que podía dormir, vi con frecuencia la ciudad; unas veces bajo los rayos cálidos y dorados de un sol que nunca se ponía y giraba alrededor del horizonte. Y en las noches claras, la Estrella Polar miraba de soslayo como no lo había hecho nunca.
Gradualmente, empecé a preguntarme cuál podía ser mi sitio en aquella ciudad de la extraña meseta entre extraños picos. Contento al principio de contemplar el paisaje como una presencia incorpórea que todo lo observaba, deseé luego definir mi relación con ella, y hablar con los hombres graves que a diario discutían en las plazas. Me dije a mí mismo: "Esto no es un sueño; pues, ¿por qué medio puedo probar que es más real esa otra vida de las casas de piedra y ladrillo, al sur del siniestro pantano y del cementerio de la loma, donde cada noche la Estrella Polar atisba furtiva por mi ventana?"
Una noche, mientras escuchaba el discurso en la gran plaza de numerosas estatuas, experimenté un cambio, y noté que al fin tenía forma corporal. Pero no era un extraño en las calles de Olathoe, la ciudad de la meseta de Sarkia, situada entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien hablaba, y su discurso era grato a mi alma, ya que era el discurso del hombre sincero y del patriota. Esa noche tuve noticia de la caída de Daikos y del avance de los inutos, demonios achaparrados, amarillos y horribles que cinco años antes habían surgido del desconocido occidente para asolar los confines de nuestro reino y sitiar muchas de nuestras ciudades. Una vez tomadas las plazas fortificadas al pie de las montañas, su camino quedaba ahora expedito hacia la meseta, a menos que cada ciudadano resistiese con la fuerza de diez hombres. Pues las rechonchas criaturas eran poderosas en las artes de la guerra, y no conocían aquellos escrúpulos de honor que impedían a nuestros hombres altos y de ojos grises, habitantes de Lomar, emprender una conquista despiadada.
Mi amigo Alos mandaba todas las fuerzas de la meseta, y en él se cifraba la última esperanza de nuestro país. En este momento hablaba de los peligros que había que afrontar y exhortaba a los hombres de Olathoe, los más bravos de los lomarianos, a perpetuar la tradición de sus antepasados, quienes al verse obligados a abandonar Zobna y desplazarse hacia el sur ante el avance de los hielos (incluso nuestros descendientes tendrán que dejar un día las tierras de Lomar), barrieron gallarda y victoriosamente a los gnophkehs, caníbales velludos y de largos brazos que se oponían a su paso. Alos me había rechazado como guerrero, ya que era débil y propenso a extraños desmayos cuando me sometía a la fatiga y al esfuerzo. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad, a pesar de las largas horas que yo dedicaba cada día al estudio de los manuscritos Pnakóticos y del saber de los Padres Zbanarianos; de modo que mi amigo, no queriendo condenarme a la inacción, me concedió el penúltimo deber en importancia: me envió a la atalaya de Thapnen para hacer allá de ojos de nuestro ejército. En caso de que los inutos intentasen conquistar la ciudadela por el estrecho paso que hay detrás del pico de Noth, y sorprender por allí a la guarnición, yo debía encender la señal de fuego que advertía a los soldados que aguardaban, y salvar la ciudad de su inmediata destrucción.
Subí solo a la torre, ya que los hombres fuertes eran todos necesarios abajo en los desfiladeros. Tenía el cerebro dolorosamente embotado por la excitación y el cansancio, ya que no había dormido desde hacía muchos días; pero mi resolución era firme, pues amaba mi tierra natal de Lomar, y la marmórea ciudad de Olathoe, situada entre los picos Noton y Kadiphonek.
Pero cuando estaba en la cámara más alta de la torre, percibí la luna roja, siniestra, menguante, cornuda, temblando entre los vapores que flotaban sobre el lejano valle de Banof. Y a través de su abertura del techo brilló la pálida Estrella Polar, parpadeando como si estuviera viva, y mirando furtiva como un demonio de tentación. Creo que su espíritu me susurró consejos malvados, sumiéndome en traidora somnolencia con una rítmica y condenable promesa que repetía una y otra vez:
"Duerme, vigía, hasta que las esferas giren veintiséis mil años Y yo regrese al lugar donde ahora ardo. Después, otros astros surgirán En el eje de los cielos astros que sosieguen, astros que bendigan Sólo cuando mi órbita concluya turbará el pasado tu puerta".
En vano traté de vencer mi somnolencia, intentando relacionar estas extrañas palabras con alguno de los saberes celestes que yo había aprendido en los manuscritos Pnakóticos. Mi cabeza, pesada y vacilante, se dobló sobre mi pecho; y cuando volví a mirar, fue en un sueño, y la Estrella Polar sonreía burlonamente a través de una ventana, por encima de los horribles y agitados árboles de un pantano soñado. Y aún continúo soñando.
En mi vergüenza y desesperación, grito a veces frenéticamente, suplicando a las criaturas soñadas de mi alrededor que me despierten, no vaya a ser que los inutos suban furtivamente por detrás del pico de Noton y tomen la ciudadela por sorpresa; pero estas criaturas son demonios: se ríen de mí y me dicen que no sueño. Se burlan mientras duermo; entretanto, puede que los enemigos achaparrados y amarillos se estén acercando a nosotros con sigilo. He faltado a mi deber y he traicionado a la marmórea ciudad de Olathoe. He sido desleal a Alos, mi amigo y capitán. Sin embargo, estas sombras de mis sueños se burlan de mí. Dicen que no existe ninguna tierra de Lomar, salvo en mis nocturnos desvaríos; que en esas regiones donde la Estrella Polar brilla en lo alto, y donde el rojo Aldebarán se arrastra lentamente por el horizonte, no ha habido otra cosa que hielo y nieve durante milenios, ni otros hombres que esas criaturas rechonchas y amarillas, marchitas por el frío, que se llaman "esquimales".
Y mientras escribo en mi culpable agonía, frenético por salvar a la ciudad cuyo peligro aumenta a cada instante, y lucho en vano por liberarme de esta pesadilla en la que parece que estoy en una casa de piedra y de ladrillos, al sur de un siniestro pantano y un cementerio en lo alto de una loma, la Estrella Polar, perversa y monstruosa, mora desde la negra bóveda y parpadea horriblemente como un ojo insensato que pugna por transmitir algún mensaje; aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir.