domingo, 30 de marzo de 2008

"Fiesta en el jardín" (Katherine Mansfield)

Y, después de todo, el tiempo era ideal. Si lo hubieran hecho de encargo no habría resultado un día más perfecto para la fiesta en el jardín. Sin viento, cálido, el cielo sin una nube. Como ocurre a veces al principio del verano, una neblina de oro pálido velaba, apenas, el azul. El jardinero estaba en pie desde el alba, segando el prado y barriéndolo, hasta que el césped y los rosetones chatos y oscuros donde habían estado las margaritas parecieron brillar. En cuanto a las rosas, no se podía negar que habían comprendido que las rosas son las únicas flores que impresionan a la gente en una fiesta en el jardín, las únicas flores que a todos interesan. Cientos, sí, literalmente cientos habían abierto en la noche; las zarzas verdes estaban inclinadas como si los arcángeles las hubieran visitado.

No había concluido el almuerzo cuando vinieron los hombres a levantar la carpa.

-¿Mamá, dónde quieres poner la carpa?

-Mi hija querida, es inútil preguntármelo. He resuelto que este año las niñas se encarguen de todo. Olviden que soy la madre. Trátenme como a un invitado de honor.

Pero Meg no podía vigilar a los hombres. Antes de almorzar se había lavado la cabeza, y estaba sentada tomando café; llevaba un turbante verde, con un oscuro rizo húmedo pegado en cada mejilla. Josefinafina, la mariposa, acostumbraba a bajar con sólo un viso verde y encima su kimono.

-Tú tendrás que ir, Laura; tú que eres artística.

Allá fue Laura, con su pedazo de pan y mantequilla en la mano. Es tan delicioso encontrar una excusa para comer fuera, y, además, adoraba arreglar cosas; encontraba que podía hacerlas tanto mejor que cualquier otro.

Cuatro hombres en mangas de camisa estaban juntos en un camino del jardín. Llevaban estacas cubiertas con rollos de tela, y grandes cajas de herramientas a la espalda. Eran impresionantes. Laura hubiera querido no tener ese pedazo de pan y mantequilla en la mano, pero ni había donde ponerlo, ni se lo podía tragar entero. Enrojeció y trató de parecer muy seria y hasta un poco corta de vista cuando se acercó a ellos.

-Buenos días -dijo, imitando la voz de su madre.

Pero resultó tan horriblemente afectado que se avergonzó, y tartamudeó como una niñita.

-¡Oh, ustedes vienen...! ¿es por la carpa?

-Así es, señorita -replicó el más alto de todos, un tipo flaco y pecoso, cambiando de lado su caja de herramientas, echando atrás su sombrero de paja y sonriéndole-. Es para eso.

Su sonrisa era tan espontánea, tan amistosa, que Laura se repuso. ¡Qué lindos ojos tenía! ¡Pequeños, pero de un azul tan oscuro! Miró a los demás que también sonreían. Parecían decirle: "¡Ánimo, no te vamos a comer!" ¡Qué obreros tan simpáticos! ¡Y qué hermosa mañana! Pero no tenía que mencionar la mañana; debía ser una persona de negocios: la carpa.

-Bueno, ¿qué les parece aquel macizo de lilas? ¿Servirá?

Y señalaba el macizo de lilas con la mano que no tenía el pan y mantequilla. Se volvieron, y miraron. Uno de ellos, bajo y gordo, apretó el labio inferior; el más alto frunció el ceño.

-No me gusta -dijo-. No es bastante importante. Sabe, tratándose de una carpa -y se volvió hacia Laura-, hay que ponerla en un lugar donde dé un golpe en el ojo, como quien dice.

Laura se quedó pensando si no era una falta de respeto que un trabajador hablara de dar un golpe en el ojo. Pero entendió muy bien.

-Una esquina de la cancha de tenis -sugirió-. Pero la orquesta estará en otra esquina.

-Hum, ¿van a tener una orquesta? -preguntó otro de los obreros. Era uno pálido. Tenía una mirada feroz, mientras sus ojos oscuros medían la cancha de tenis. ¿Qué pensaría?

-Sólo una pequeña orquesta -dijo Laura con dulzura.

Si la orquesta era pequeña, quizá no le parecería mal. Pero el hombre alto la interrumpió.

-Mire, señorita, ése es el lugar. Junto a aquellos árboles. Allá arriba. Ahí estará bien.

Junto a los karakas. Así los karakas quedarían escondidos. Y eran tan hermosos, con sus anchas hojas centelleantes, y sus racimos amarillos. Eran como árboles de una isla desierta, orgullosos, solitarios, elevando sus hojas y frutos al sol en una especie de silencioso esplendor. ¿Debía esconderlos la carpa?

Y los escondería. Ya los hombres habían cargado las estacas y estaban arreglando el sitio. Sólo el alto quedó atrás. Se inclinó, apretó una varita de alhucema, se llevó el pulgar y el índice a la nariz y aspiró el perfume. Cuando Laura vio el gesto olvidó los karakas, en su asombro de que al hombre le gustara una cosa así, le gustara el perfume de la alhucema. ¿Cuántos hombres de los que ella conocía hubieran hecho tal cosa? ¡Oh, qué simpáticos son los obreros! ¿Por qué no podía tener amigos obreros en vez de los muchachos tontos con quienes bailaba y que venían a cenar los domingos? Se entendería mucho mejor con hombres así.

Tienen la culpa -decidió, en el momento en que el hombre alto dibujaba algo en el dorso de un sobre, algo que debía ser izado o quedar colgado- estas absurdas distinciones de clase. Bueno, por su parte, ella no las sentía. En lo más mínimo, ni un átomo... Y ahora viene el tac-tac de los martillos. Uno de los hombres silbaba, otro cantaba: “¿Estás bien ahí, camarada?” "¡Camarada!" El compañerismo, el... el... Para probar qué contenta estaba y mostrar al hombre alto qué cómoda se sentía, y cuánto despreciaba las convenciones estúpidas, Laura dio un gran mordisco a su pan y mantequilla, mientras observaba el dibujito. Se sentía como una pequeña obrera.

-¡Laura, Laura! ¿Dónde estás? ¡El teléfono, Laura! -gritó una voz desde la casa.

-¡Ya voy! -Y salió corriendo, por el césped, por el sendero, subió los escalones, cruzó la terraza y llegó al pórtico. En el pasillo, su padre y Lorenzo estaban cepillando sus sombreros, listos para irse a la oficina.

-Mira, Laura -dijo Lorenzo con prisa-, podrías revisar mi traje para luego. Mira si no le hace falta un planchazo.

-¡Ya lo creo!

De repente no pudo contenerse. Corrió hacia Lorenzo y le dio un rápido apretón.

-¡Oh! adoro las fiestas; ¿y tú? -murmuró Laura.

-Bastante -dijo Lorenzo con su voz cálida de muchacho. También apretó a su hermana y luego le dio un empujón-. Rápido, al teléfono, chica.

El teléfono.

-Sí, sí; ¡oh, sí! ¿Kitty? Buenos días, querida. ¿Vienes a almorzar? Sí, querida. Encantada. Va a ser una comida ligera: restos de sándwiches y de merengues y alguna otra cosita. Sí, ¿no es un día divino? ¿El blanco? ¡Oh, seguramente! Un momento; espera. Mamá me llama-. Laura se sentó. -¿Qué, mamá? No oigo.

La voz de la señora Sheridan bajó flotando por la escalera.

-Dile que traiga ese delicioso sombrero que usó el domingo.

-Dice mamá que te pongas ese sombrero delicioso que llevabas el domingo. Bueno. A la una. Adiós.

Laura colgó el auricular, levantó los brazos sobre la cabeza, hizo una aspiración profunda, los estiró y los dejó caer. ¡Uf!, suspiró, y en seguida se enderezó en el asiento. Se quedó quieta, escuchando. Todas las puertas de la casa parecían abiertas. La casa estaba viva, con rápidas pisadas y voces incesantes. La puerta de bayeta verde que conducía a la cocina se abría y cerraba con un golpe sordo. Ahora se sentía un sonido absurdo, cloqueando. Era el piano tan pesado arrastrado sobre sus ruedas tiesas. Y ¡qué aire! Si uno se pone a pensar ¿será el aire siempre así? Céfiros suaves se perseguían fuera y allá arriba, en las ventanas. Y había dos marchitas de sol, una en el tintero, otra en un marco de plata, jugando también. Deliciosas marchitas, sobre todo encima de la tapa del tintero. Estaba casi caliente. Una cálida estrellita de plata. Daban ganas de besarla.

Sonó el timbre de la puerta y se oyó crujir el vestido estampado de Sadie por la escalera. Una voz de hombre murmuró; Sadie respondió, sin interés:

-Le digo que no sé. Espere. Voy a preguntar a la señora.

-¿Qué hay, Sadie? -preguntó Laura entrando en el pasillo.

-Es el florista, señorita.

Y ahí estaba. En la puerta abierta de par en par, había una ancha bandeja colmada de macetas con lirios rosados. Nada más. Nada más que lirios, lirios, lirios, grandes flores rosadas, muy abiertas, radiantes, terriblemente vivas sobre sus rojos tallos lustrosos.

-¡Ooh, Sadie! -dijo Laura como en un gemido. Se agachó como para calentarse en ese resplandor de lirios; los sintió en sus dedos, en sus labios, creciendo en su pecho.

-Debe ser una equivocación -dijo en voz muy baja-. No se han pedido tantos. Sadie, vete a buscar a mamá.

En ese mismo instante llegó la señora Sheridan.

-Está bien -dijo con calma-. Sí, yo los encargué. ¿No son divinos?

Apretó el brazo de Laura.

-Pasaba por la florista ayer y los vi en el escaparate. Y de repente se me ocurrió que por una vez en la vida tendría todos los lirios que quisiera. La fiesta en el jardín era una buena excusa.

-Pero yo te oí decir que tú no querías intervenir.

Sadie había entrado. El hombre de las flores volvió al camión, Laura rodeó el cuello de su madre con un brazo y suave, muy suavecito, le mordió la oreja.

-Queridita, tú no quieres tener una madre lógica, ¿verdad? No hagas eso. Aquí está el hombre.
Traía todavía más lirios, otra bandeja llena.

-Deposítelos junto a la entrada, por favor, a los lados del pórtico -dijo la señora-. ¿No te parece, Laura?

-Oh, sí, mamá.

En el salón, Meg, Josefinafina y el pequeño Hans habían logrado, al fin, cambiar el piano de sitio.

-Ahora, si pusiéramos este cofre contra la pared y sacáramos todo menos las sillas, ¿no les parece?

-Bueno.

-Hans, lleva esas mesas al cuarto de fumar, y que vengan a barrer para sacar esas marcas de la alfombra y... un momento, Hans...

A Josefinafina le gustaba dar órdenes a los sirvientes, y a ellos les gustaba obedecer. Les hacía pensar que tomaban parte en un drama.

-Diga a mamá y a la señorita Laura que vengan en seguida.

-Muy bien, señorita Josefinafina.

Se volvió hacia Meg.

-Quiero ver cómo suena el piano, por si alguien me pide que cante esta tarde. Vamos a ensayar “Esta vida es triste”.

¡Pom. Ta-ta-ta! El piano sonó con tal furia que Josefina cambió de color. Juntó las manos. Les pareció triste y enigmática a su madre y a Laura cuando entraron.

Esta vida es tris-te,
Una lágrima... un suspiro
Un amor que cam-bia
Esta vida es tris-te
Una lágrima... un suspiro
Un amor que cam-bia,
Y entonces... ¡adiós!

Pero en la palabra “adiós”, y aunque el piano parecía más desesperado que nunca, su rostro se iluminó con una brillante sonrisa, terriblemente antipática.

-¿Estoy en voz, mamita? -sonrió.

Esta vida es tris-te,
La esperanza viene a morir.
Un sueño... un despertar.

Pero Sadie interrumpió el canto:

-¿Qué hay, Sadie?

-Por favor, señora, la cocinera pregunta si la señora tiene esas tarjetas para los sándwiches.

-¿Las tarjetas para los sándwiches, Sadie? -repitió como un eco la señora Sheridan, casi ausente.
Y las hijas se dieron cuenta de que no las tenía.

-Vamos a ver -dijo a Sadie con firmeza-, diga a la cocinera que las llevaré dentro de diez minutos.
Sadie desapareció.

-Bueno, Laura -dijo la madre rápidamente-, ven conmigo al cuarto de fumar. Tengo los nombres por ahí, escritos en el dorso de un sobre. Tendrás que copiarlos. Meg, sube y quítate en seguida ese trapo mojado de la cabeza. Josefina, corre a vestirte en el acto. Niñas ¿me oyen, o tendré que decírselo a su padre cuando vuelva esta noche a casa? Y... y, Josefina, si vas a la cocina trata de calmar a la cocinera, ¿quieres? Me tenía aterrada esta mañana.

Al fin el sobre apareció detrás del reloj del comedor, aunque la señora Sheridan no se daba cuenta cómo había ido a parar allí.

-Una de ustedes debe de haberlo robado de mi cartera porque recuerdo perfectamente... queso fresco y cuajada con limón. ¿Lo escribieron?

-Sí.

-Huevo y... -la señora Sheridan alargó los brazos y retiró el sobre-. Parece atún, pero no puede ser, ¿verdad?

-Aceitunas, queridita -dijo Laura, leyendo por encima del hombro.

-Por supuesto, aceitunas. ¡Qué combinación atroz: huevos y aceitunas!

Por fin acabaron, y Laura los llevó a la cocina. Allí se encontró con Josefina calmando a la cocinera, que no parecía tan aterradora.

-Nunca he visto sándwiches tan exquisitos -dijo Josefina, con voz extasiada-. ¿Cuántas clases hay? ¿Quince?

-Quince, señorita Josefina.

-Bueno, la felicito.

La cocinera recogió las cortezas con el cuchillo de cortar pan, y sonrió satisfecha.

-Han venido de casa de Godber -anunció Sadie, saliendo de la despensa-, vi pasar al hombre desde la ventana.

Eso significaba que habían llegado los pastelitos de crema. Godber era famoso por sus pastelitos de crema. A nadie se le ocurría hacerlos en casa.

-Tráigalos y póngalos sobre la mesa -ordenó la cocinera.

Sadie los trajo y volvió a la puerta. Por supuesto, Laura y Josefina eran demasiado grandotas para ocuparse de estas cosas. Con todo, no podían negar que eran muy buenos. Mucho. La cocinera empezó a arreglarlos, sacudiéndoles el azúcar sobrante.

-¿No le traen a uno el recuerdo de todas las fiestas pasadas? -dijo Laura.

-Supongo que sí -respondió la práctica Josefina, que no gustaba de recordar-. Parecen ligeros y plumosos, hay que reconocerlo.

-Tomen uno cada una, queridas -dijo la cocinera con voz amable-. Mamá no se dará cuenta.
Oh, imposible, ¡pastelitos de crema tan enseguida del almuerzo!, la sola idea hacía estremecer. Pero dos minutos después Josefina y Laura se estaban chupando los dedos con ese aire absorto que sólo da la crema de batida.

-Salgamos al jardín por el camino de atrás -sugirió Laura-. Quiero ver cómo van los hombres con la carpa. ¡Son tan simpáticos!

Pero la puerta trasera estaba bloqueada por la cocinera, Sadie, el hombre de Godber y Hans.
Algo pasaba.

-Tac-tac-tac -cloqueaba la cocinera como una gallina asustada. Sadie tenía una mano oprimiéndose la cara como si le dolieran las muelas. La cara de Hans estaba fruncida en un esfuerzo por comprender. Sólo el dependiente de Godber parecía contento. Él era quien contaba la cosa.

-¿Qué hay, qué ha sucedido?

-Un horrible accidente -dijo la cocinera-, un hombre ha muerto.

-¡Un muerto! ¿Dónde, cuándo?

Pero el dependiente de Godber no iba a perder su relato.

-¿Sabe, señorita, aquellas casitas allá abajo?

¿Conocerlas? Claro que ella las conocía.

-Bueno, allí vive un muchacho carretero, se llama Scott. A su caballo lo asustó esta mañana un camión y lo tiró de cabeza en la esquina de la calle Hawke. Murió.

-¡Muerto! -y Laura miró al hombre con asombro.

-Ya estaba muerto cuando lo levantaron -contestó el hombre con fruición-. Llevaban el cuerpo a la casa cuando yo venía.

Y dirigiéndose a la cocinera:

-Deja una mujer y cinco chicos.

-Josefina, ven acá -Laura tomó a su hermana de un brazo y se la llevó por la cocina al otro lado de la puerta de bayeta verde. Se recostó contra ella.

-Josefina -le dijo horrorizada- ¿vamos a suspender los preparativos?

­¡Suspender todo, Laura! -gritó Josefina atónita-. ¿Qué quieres decir?

-Suspender la fiesta en el jardín, claro-. ¿Por qué fingía Josefina?

Pero Josefina estaba cada vez más asombrada.

-¿Suspender la fiesta? Mi querida Laura, no seas loca. No podemos hacer nada de eso. Nadie espera tal cosa. No seas extravagante.

-Pero no es posible celebrar una fiesta en el jardín con un muerto frente a nuestra puerta.
Decir eso era realmente exagerado, porque las casitas estaban en un terreno aparte, en el fondo de una cuesta empinada que llevaba a la casa. Había una calle ancha de por medio. Es cierto que estaban demasiado cerca. Eran un verdadero adefesio y no tenían derecho a estar en ese barrio. Eran pequeñas viviendas mezquinas, pintadas de un color chocolate. En los retazos de jardín no había más que repollos, gallinas flacas y latas de tomate. Hasta el humo que salía de las chimeneas era miserable. Hilachas y fragmentos de humo, tan distinto de los grandes penachos de plata que se elevaban de las chimeneas de los Sheridan. Vivían lavanderas y barrenderos, y un remendón, y un hombre que tenía todo el frente de la casa con jaulitas de pájaros. Los chicos hormigueaban. Cuando los Sheridan eran pequeños les estaba prohibido acercarse, por el lenguaje que usaban los pobres y las enfermedades que podían contagiarles. Pero desde que eran grandes Laura y Josefina, en sus andanzas, solían meterse por ahí. Era sórdido y asqueroso. Salían estremecidas. Pero se debe ir a todas partes; uno debe verlo todo. Por eso iban.

-Estoy pensando lo que será la música de la orquesta para esa pobre mujer -dijo Laura.

-¡Oh, Laura! -Josefina empezó a irritarse seriamente.

-Si vas a suprimir la música cada vez que sucede un accidente, vas a llevar una vida muy triste. Yo lo siento tanto como tú. Comprendo como tú-. Sus ojos se endurecieron y miró a su hermana como la miraba cuando era pequeña y tenían una pelea-. No vas a resucitar a un obrero borrachón con sentimentalismos -dijo blandamente.

-¡Borrachón! ¿Quién ha dicho que estaba borracho? -Laura se volvió furiosa hacia Josefina. Dijo justamente lo que acostumbraban decir en ocasiones semejantes-: Se lo voy a contar a mamá, ahora mismo.

-Ve, querida -dijo Josefina con un arrullo.

-Mamá, ¿puedo entrar? -Laura hizo girar el picaporte de cristal.

-Por supuesto, querida. Pero ¿qué pasa? ¿Qué te ha hecho poner tan colorada? -La señora Sheridan se volvió hacia atrás en su mesa tocador. Se estaba probando un sombrero nuevo.
-Mamá, ha muerto un hombre -empezó Laura.

-¿Pero no en el jardín? -interrumpió la madre.
-¡No, no!

-¡Ah, qué susto me has dado! -la señora Sheridan dio un suspiro de alivio, se quitó el gran sombrero y lo puso en sus rodillas.

-Pero escucha, mamá -dijo Laura. Sin aliento, medio ahogada, contó la terrible historia-. Claro que no podremos celebrar nuestra fiesta, ¿verdad? -suplicó-. La música y la gente llegando. Nos van a oír, mamá; están cerquita, ¡son vecinos!

Con gran asombro de Laura, su madre se comportó como Josefina; y era peor, porque la idea parecía divertirla. Se negó a tomar en serio a Laura.

-Pero, querida mía, hay que tener sentido común. Sólo por casualidad lo hemos sabido. Si alguien hubiera muerto ahí de muerte natural -y no sé cómo están vivos en esos oscuros agujeros- tendríamos igual nuestra fiesta, ¿verdad?

Laura tuvo que decir que sí, pero comprendía que no era justo. Se sentó en el sofá y empezó a tironear el fleco de los almohadones.

-Mamá, ¿no es una falta de consideración de nuestra parte? -preguntó.

-¡Vidita! -la señora Sheridan se le acercó, llevando el sombrero. Antes que Laura pudiera evitarlo se lo plantó en la cabeza-. ¡Hija mía! -dijo la madre-, el sombrero es tuyo. Lo mandé hacer para ti. Es demasiado joven para mí. Nunca te he visto más bonita. ¡Mírate! -y levantó su espejo de mano.

-Pero, mamá -volvió a decir Laura. No se podía mirar; se puso de lado.

Pero ya la señora Sheridan había perdido la paciencia lo mismo que Josefina.

-Laura, te estás volviendo absurda -dijo fríamente-. Gente de esa clase no espera de nosotros ningún sacrificio. Y no es altruismo aguarnos la fiesta, como lo estás haciendo.

-No entiendo -dijo Laura, y salió apresurada del cuarto para encerrarse en el suyo. Allí, por pura casualidad, lo primero que vio fue una encantadora muchacha en el espejo, con su sombrero negro adornado de margaritas doradas y una larga cinta de terciopelo negro. Nunca se imaginó que podía resultar tan bien. ¿Tendría razón mamá? Y ahora deseaba que mamá tuviera razón. ¿Sería exagerada? Tal vez fuese una locura. Sólo por un momento tuvo la visión de aquella pobre mujer y de aquellas pobres criaturas, y del cuerpo que llevaban a la casa. Pero parecía borroso, irreal, como una fotografía en el periódico. Lo recordaré nuevamente después de la fiesta. decidió. Desde todos los puntos de vista le pareció el mejor plan...

Terminaron de almorzar a la una y media. A las dos y media todo se hallaba en orden de batalla. Los músicos con casacas verdes ya estaban colocados en una esquina de la cancha de tenis.

­¡Querida! -aulló Kitty Maitland- ¿no te parecen ranas verdes? Los debían haber colocado alrededor del estanque y el director, en una hoja, en el centro.

Llegó Lorenzo y los saludó al pasar para ir a vestirse. Al verlo, Laura volvió a pensar en el accidente. Quería contárselo a él. Si Lorenzo estaba de acuerdo con los demás entonces tendrían razón. Y lo siguió al pasillo.

-¡Lorenzo!

-¡Hola! -estaba en la mitad de la escalera, pero cuando se volvió y vio a Laura, infló los carrillos y revolvió los ojos-. ¡Lo juro, Laura! Te ves despampanante. ¡Qué sombrero más elegante!

Laura dijo a media voz:

-¿Te parece?... -le sonrió, y no le contó nada.

Poco después empezó a llegar la gente a montones. La orquesta rompió a tocar; los sirvientes de alquiler corrían de la casa a la carpa. Dondequiera que uno miraba se veían parejas paseándose, inclinándose sobre las flores, saludando, caminando por el césped. Parecían brillantes pájaros que se habían posado en el jardín de los Sheridan por una tarde en su vuelo... ¿a dónde? ¡Ah, qué felicidad es estar con personas alegres, estrechar manos, oprimir mejillas, sonreírse en los ojos!

-¡Laura, querida, qué bien estás!

-¡Qué bien te va ese sombrero, criatura!

-Laura, pareces española. Nunca te he visto más admirable.

Y Laura, radiante, preguntaba con dulzura: “¿Le han servido té? ¿No quiere un helado? Los helados de fruta son especiales”. Corrió adonde estaba su padre y suplicó:

-Papaíto querido, ¿le podemos servir algo de beber a la orquesta?

Y la tarde perfecta culminó lentamente, se desvaneció lentamente, cerró sus pétalos lentamente.
“Nunca hubo fiesta más deliciosa...” “Un gran éxito...” “La más grande...”

Laura ayudó a su madre en las despedidas. Estuvieron una al lado de la otra hasta que todo se acabó.

-Se acabó, se acabó, gracias al cielo -dijo la señora Sheridan-. Llama a los demás. Tomaremos café. Estoy deshecha. Sí, un gran éxito. Pero, ¡ah, estas fiestas, estas fiestas! ¿Por qué insisten, hijitas, en dar fiestas?-. Tomaron asiento en la carpa abandonada.

-Toma un sándwich, papaíto. Yo escribí el nombre.

-Gracias -el señor Sheridan se lo comió de un bocado. Tomó otro-. ¿Supongo que no han sabido nada del horrible accidente de hoy? -dijo.

-Querido -dijo la señora Sheridan, levantando una mano- ya lo sabíamos. Casi nos estropea la fiesta. Laura quería suspenderla.

-¡Oh, mamá! -Laura no quería que la fastidiaran con eso.

-¡De todos modos, es un asunto horrible -dijo el señor Sheridan-. Además, el hombre era casado. Vivía en la callejuela de abajo, y deja, según dicen, una mujer y media docena de chiquillos.
Hubo un silencio embarazoso. La señora no sabía qué hacer con la taza. Era una falta de tacto por parte de papá...

De pronto levantó los ojos. Estaba la mesa llena de sándwiches y pastas y pastelitos que tendrían que tirarse. Tuvo, entonces, una de sus grandes ideas.

-Ya sé -dijo-. Vamos a preparar una canasta. Vamos a mandarle a esa pobre un poco de estas cosas tan ricas. A lo menos será una fiesta para los chicos. ¿No les parece? Y, además, se alegrará de tener vecinos que la visiten. ¡Qué suerte que estén listos! ¡Laura! -se levantó de un salto. -Trae la canasta grande de la alacena que está en la escalera.

-Pero, mamá, ¿crees de veras que es una buena idea? -dijo Laura.

Y otra vez ¡qué raro! parecía sentir distinto a los demás! Llevar sobras de la fiesta. ¿Le gustaría eso a la pobre mujer?

-Claro, ¿qué te pasa hoy? Hace una hora o dos insistías en mostrar simpatía, y ahora...

-¡Oh, bueno!

Laura corrió con la canasta. La llenaron; la señora Sheridan la dejó colmada.

-Llévala tú misma, queridita; corre, así como estás. No, espera, lleva unos lirios. A esa gente le gustan los lirios.

-Los tallos van a estropearte el traje -dijo la práctica Josefina.

Es cierto, muy a tiempo.

-Entonces sólo la canasta. Pero Laura -la madre la siguió hasta afuera de la carpa-, de ningún modo...

-¿Qué, mamá?

No, mejor no poner tales ideas en la cabeza de la criatura.

-Nada, vete pronto.

Empezaba a oscurecer cuando Laura cerró el portón. Un perro grande corría como un fantasma. El camino blanco brillaba y las casitas estaban allá abajo en profunda oscuridad. ¡Qué tranquilo parecía todo después de la tarde! Iba cuesta abajo hacia un sitio donde yacía un muerto, y no podía creerlo. ¿Cómo iba a poder? Se detuvo un minuto. Le parecía que llevaba dentro besos, voces, tintineo de cucharillas, risas, el olor del césped aplastado. No podía pensar en otra cosa. ¡Qué raro! Miró el cielo pálido y lo único que se le ocurrió fue: “Sí, ha sido todo un éxito la fiesta”.
Llegó a un cruce del camino donde empezaba la callejuela, oscura y llena de humo. Mujeres con chales y hombres de gorra transitaban por allí, Sobre las empalizadas había otros hombres asomados; los chicos jugaban en las puertas de calle. Un débil susurro se oía en las casitas miserables. En algunas se veía fluctuar una luz y algunas sombras moverse como fantoches, tras las ventanas. Laura inclinó la cabeza y apresuró el paso.

Hubiera debido ponerse un abrigo. ¡Qué llamativo era su traje! Y el gran sombrero con las cintas colgando; ¡si a lo menos llevara otro sombrero! ¿La estarían mirando? Seguramente. Era un error haber venido; ella sabía que era un error. ¿No sería mejor volver?

No, demasiado tarde. Aquí estaba la casa. Debía ser ésa. Delante había un grupo oscuro de gente. Al lado de la puerta una vieja con una muleta estaba sentada, mirando. Descansaba los pies sobre un diario. Al acercarse Laura, cesaron las voces. Se abrió el grupo. Era como si la esperasen, como si supieran que iba hacia allí.

Laura estaba nerviosísima. Echando la cinta de terciopelo sobre el hombro preguntó a una de las mujeres ahí paradas:

-¿Es aquí la casa de la señora Scott?

Y la mujer, sonriendo de un modo raro:
-Aquí es, señorita.

¡Oh, salir de esto! Repetía: “Ayúdame, Dios mío”, mientras subía la estrecha vereda y llamaba. No poder estar lejos de esas miradas o cubierta con alguno de esos chales. Dejaré la cesta y me marcharé, decidió. No voy a esperar que la vacíen.

Se abrió la puerta. Una mujercita de luto apareció en la sombra.

Laura preguntó:

-¿Es usted la señora Scott?

Pero con gran horror suyo, la mujer contestó:

-Entre, por favor, señorita -y se encontró encerrada en el pasillo.

-No, no quiero entrar; sólo quería dejar esta cesta. Mamá envió...

La mujer en el pasillo oscuro no pareció oírla.

-Por acá, si gusta, señorita -dijo con voz aceitosa; y Laura la siguió.

Llegó a cocina pequeña, bajita y maltrecha, iluminada por una lámpara ahumada. Una mujer estaba sentada ante el fuego.

-Emilia -dijo la mujer que la dejó entrar-. ¡Emilia!... es una señorita. -Se volvió hacia Laura. Dijo humildemente: -Soy la hermana. Discúlpela, señorita.

-¡Oh, por supuesto! -dijo Laura-. Por favor, por favor no la moleste. Yo... yo sólo quería dejar...

Pero en ese momento la mujer que estaba junto al fuego se volvió. Su cara inflada, colorada, con ojos y labios hinchados, era horrible. Parecía no comprender por qué Laura estaba ahí. ¿Qué significaba? ¿Por qué esta desconocida estaba en la cocina con una canasta? ¿Qué quería decir eso? Y el pobre rostro se frunció de nuevo.

-Está bien, querida -dijo la otra-. Yo atenderé a la señorita. -Y comenzó otra vez-: Discúlpela, señorita -y su cara, hinchada también, ensayó una untuosa sonrisa.

Laura no pensaba más que en irse, en irse. Volvió al pasillo. Abrió la puerta. Entró directamente al dormitorio en que yacía el muerto.

-¿No quiere verlo? -dijo la hermana de Emilia, y empujó a Laura hacia la cama-. No tenga miedo, señorita -y su voz era cariñosa, confidencial. Tiernamente bajó la sábana-, parece un cuadro. No hay mucho que ver. Venga, querida.

Laura la siguió.

Ahí estaba un joven dormido, profundamente dormido, tan dormido que estaba lejos, muy lejos de las dos. ¡Oh, tan remoto, tan lleno de paz! Estaba soñando. No se despertaría jamás. Tenía la cabeza hundida en la almohada; los ojos cerrados estaban ciegos bajo los párpados cerrados. Estaba absorto en su sueño. ¿Qué le importaban los las fiestas en los jardines, los cestos y los encajes? Ya estaba lejos de esas cosas. Era asombroso, bellísimo. Mientras ellos reían y la orquesta tocaba, había sucedido ese milagro en la callejuela. Feliz... feliz... Todo está bien, decía el rostro dormido. Es lo que debe ser. Estoy contento.

Pero aún así hacía llorar, y Laura no pudo dejar el cuarto sin decirle algo. Sollozó como una niña.

-Perdone mi sombrero -le dijo.

Y no esperó esta vez a la hermana de Emilia. Encontró el camino para salir. Pasó por entre el grupo oscuro de gente, vereda abajo. Al doblar la callejuela encontró a Lorenzo.

Surgió de la sombra.

-¿Eres tú, Laura?

-Sí.

-Mamá estaba inquieta. ¿Todo fue bien?

­¡Sí, Lorenzo! -tomó su brazo, se apretó contra él.

-¿Pero no estás llorando, verdad? -le preguntó el hermano.

Laura movió la cabeza. Estaba llorando.

Lorenzo le pasó un brazo por el cuello:

-No llores -dijo con su voz afectuosa y cálida-. ¿Era horrible?

-No -sollozó Laura-. Era maravilloso. Pero Lorenzo...

Se detuvo, miró a su hermano.

-La vida es... -tartamudeó-. La vida es...

No podía explicar qué era la vida. No importaba. Él comprendió.

-¿Verdad que es, queridita? -dijo Lorenzo.

domingo, 2 de marzo de 2008

"Cuento Azul" (Marguerite Yourcenar)

Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.

Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido.

Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de los centauros.
Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes como la hoja de un sable.

Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado, en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la leche del claro de luna.
Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol en la lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado.

Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para rezar y lo hacía constantemente.

Poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores.

Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de la puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe. Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no sería un fantasma.

Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas o grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantaba canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura, pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba con el paso más seguro y más solemne que los otros, como si estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida perlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos.

Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando el mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad, no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie, como si una sirena bruscamente desesperada hubiera expelido todo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapó sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hasta las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de una tintorera; mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergió los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las calzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de zafiros; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al mercader castellano, arrancándose los sudados guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas. Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abalorios que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre el corazón.

Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.

El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana. El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando el nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras, de una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura almibarada lo picaron profundamente en la garganta y en las manos.

Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto, pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal erigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de despedirse de los hombres, saludándolos con las manos puestas en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabía que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar.

La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligaduras colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como un cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un mantoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humillo azul.

En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayos del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido en agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se habían puesto azules como las montañas que se columbraban en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas. Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber legado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigo mortal.

Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar, con intención de continuar su viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje, se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarca-preste no tenían curso en su país.

En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por una jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gusto que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias con la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrió atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron líquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El hombre se consoló pescando peces y asándolos al rescoldo de la ceniza.

Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, el barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se tragó sus zafiros para sustraerlos de la avaricia de los piratas y murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés, molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningún valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por sí misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para mendigar un pedazo de pan.

Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo, de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado al borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacían nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.

El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco de frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos de sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto. El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no tenla ninguna otra cosa que ofrecer; más en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado: no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.

Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño, siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo, de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto privado de mirada, era milagrosamente azul.