domingo, 26 de octubre de 2008

"Los señores Burke y Hare, asesinos" (Marcel Schwob"

El señor William Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien ejerció gran influencia. Dentro de la colaboración de los señores Burke y Hare, no hay duda alguna de que el poder de invención y simplificación perteneció al señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de Beaumont y Fletcher juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos fueron presos. El señor Hare nunca protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke: desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo Burke ha de vivir aún mucho tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores.

El señor Burke parece haber otorgado a su obra la fantasía mágica de la verde isla en que nació. Su alma debió haberse impregnado de los relatos del folclor. Hay en lo que hizo algo como un lejano resabio de Las mil y una noches. Similar al califa errante a lo largo de los jardines nocturnos de Bagdad, deseó misteriosas aventuras, curioso como era de relatos desconocidos y personas extrañas. Similar al gran esclavo negro armado de una pesada cimitarra, no encontró conclusión más digna para su voluptuosidad que la muerte de los demás. Pero su originalidad anglosajona consistió en haber logrado sacar el más práctico partido de su errabunda imaginación de celta. ¿Qué hacía el esclavo negro, díganme -cumplido ya su gozo artístico-, con aquellos a los que les había cortado la cabeza? Con una barbarie muy árabe, los descuartizaba a fin de conservarlos, salados, en un sótano. ¿Qué beneficio sacaba? Ninguno. El señor Burke fue infinitamente superior.

De alguna manera, el señor Hare le sirvió de Dinazarda. Al parecer, el poder de invención del señor Burke hubo de sentirse especialmente excitado por la presencia de su amigo. La ilusión de sus sueños les permitió valerse de una buhardilla para alojar en ella magníficas visiones. El señor Hare vivía en un cuartito ubicado en el sexto piso de una casa muy alta y muy poblada de Edimburgo. Un canapé, un cajón y sin duda algunos utensilios de tocador componían casi todo su mobiliario. Sobre una mesita, una botella de whisky con tres vasos. Era norma que el señor Burke no recibiera más de una persona por vez: nunca la misma. Característica suya era invitar, al caer la noche, a un transeúnte desconocido. Vagaba por las calles para examinar los rostros que suscitaban su curiosidad. A veces escogía al azar. Se dirigía al extraño con toda la cortesía que habría puesto Harún-al-Raschid. El extraño subía los seis pisos del caserón del señor Hare. Le cedían el canapé y le ofrecían whisky de Escocia. El señor Burke lo interrogaba acerca de los sucesos más sorprendentes de su existencia. ¡Qué insaciable oyente era el señor Burke! Al despuntar el día, siempre el señor Hare interrumpía el relato. La forma de interrupción del señor Hare era invariablemente la misma, y muy imperativa. Tenía el señor Hare, a fin de interrumpir el relato, la costumbre de ubicarse detrás del canapé y aplicar ambas manos sobre la boca del narrador. En ese mismo momento, el señor Burke se sentaba sobre el pecho de éste. Ambos, en esa posición, soñaban inmóviles con el final de la historia que jamás oían. De esta manera, los señores Burke y Hare concluyeron un gran número de historias que el mundo no conocerá.

Cuando el cuento había sido, junto con el aliento del narrador, definitivamente detenido, los señores Burke y Hare exploraban el misterio. Desvestían al desconocido, admiraban sus joyas, contaban su dinero y leían sus cartas. Algunas correspondencias no carecían de interés. Luego ponían el cuerpo en el cajón del señor Hare, para que se enfriara. Y en este punto el señor Burke mostraba la fuerza práctica de su espíritu.

Era importante que el cadáver se mantuviese fresco, pero no tibio, a fin de poder utilizar hasta el último residuo del placer de la aventura.

En aquellos primeros años del siglo, los médicos estudiaban con pasión la anatomía, pero pasaban por muchas dificultades a causa de los principios de la religión antes de procurarse sujetos para disecar. El señor Burke, de esclarecido espíritu, había advertido esa laguna de la ciencia. No se sabe cómo se relacionó con el doctor Knox, un venerable y sabio experto que enseñaba en la Facultad de Edimburgo. Quizás el señor Burke había seguido cursos públicos, aun cuando su imaginación debió inclinarlo, más bien, hacia los gustos artísticos. Pero es seguro que le prometió al doctor Knox ayudarlo como mejor pudiera. Por su parte, el doctor Knox se comprometió a pagarle por sus esfuerzos. La tarifa disminuía desde los cuerpos de gente joven hasta los cuerpos de ancianos. Éstos le interesaban muy poco al doctor Knox -era también la opinión del señor Burke-, pues comúnmente tenían menos imaginación. El doctor Knox se hizo célebre entre todos sus colegas por virtud de su ciencia anatómica. Los señores Burke y Hare se beneficiaron con la vida como grandes apasionados. Indudablemente conviene situar en esa época el período clásico de su existencia.

Pues el genio omnipotente del señor Burke muy pronto lo arrastró lejos de las normas y reglas de aquella tragedia en la que siempre había un relato y un confidente. El señor Burke evolucionó completamente solo (sería pueril invocar la influencia del señor Hare) hacia una especie de romanticismo. Como ya no le bastaba el decorado de la buhardilla del señor Hare, inventó el procedimiento nocturno en medio de la niebla. Los incontables imitadores del señor Burke han empañado un poco la originalidad de su estilo. He aquí la verdadera tradición del maestro.

La fecunda imaginación del señor Burke se había hartado de los relatos eternamente parecidos de la experiencia humana. Nunca el resultado había respondido a su expectación. De allí vino a no interesarse más que en el aspecto real, para él siempre variado, de la muerte. Localizó todo el drama en el desenlace. La calidad de los actores ya no le importó. Los moldeó al azar. El único accesorio del teatro del señor Burke fue una máscara de tela empapada en resina. En las noches de bruma, el señor Burke salía con la máscara en la mano. Lo acompañaba el señor Hare. El señor Burke aguardaba al primer transeúnte y echaba a andar delante de él; luego, volviéndose, le aplicaba sobre el rostro la máscara de resina, súbita y firmemente. Al instante, los señores Burke y Hare se apoderaban, cada uno de un lado, de los brazos del actor. La máscara de tela empapada en resina ofrecía la genial simplificación de ahogar al mismo tiempo los gritos y el aliento. Además, era trágica: la niebla esfumaba los gestos del papel. Algunos actores parecían hacer la pantomima de la borrachera. Terminada la escena, los señores Burke y Hare tomaban un cabriolé y desarmaban el personaje; en tanto el señor Hare vigilaba sus ropas, el señor Burke subía un cadáver fresco y limpio a casa del doctor Knox.

Aquí es cuando, en desacuerdo con la mayoría de los biógrafos, he de dejar a los señores Burke y Hare en medio de su nimbo de gloria. ¿Por qué destruir un efecto artístico tan hermoso llevándolos lánguidamente hasta el final de su carrera y revelando sus desfallecimientos y sus decepciones? Sólo hay que verlos allí, con su máscara en la mano, errantes en las noches de niebla. Pues el fin de su vida fue vulgar y similar a tantos otros. Al parecer, uno de ellos fue colgado, y el doctor Knox debió alejarse de la Facultad de Edimburgo. El señor Burke no ha dejado otras obras.

martes, 14 de octubre de 2008

"La Argentina invade California" (Osvaldo Soriano)

¿Cuál fue la primera potencia del mundo que reconoció a la flamante Argentina de la Revolución? ¿Qué ansias arrastraban a los hombres de la Independencia? ¿Qué fuego delirante les inflamaba los corazones?

Franceses, ingleses, polacos, alemanes y norteamericanos corrieron en auxilio de la joven Revolución que enfrentaba al imperio de España. Todas las ideas, viejas y nuevas, venían a refundarse en estas costas: monárquicos, republicanos, católicos, liberales, anarquistas y aventureros peleaban por amor, por costumbre o por plata. Los hubo solemnes, grandiosos, generosos, chiflados, estúpidos, vanidosos y despiadados.

El más conocido de ellos fue el capitán José de San Martín, de la secreta Logia Lautaro, pero entre los más chiflados y ambiciosos estaba el corsario Hipólito Bouchard.

Como Liniers y Brandsen, Bouchard era francés y como ellos murió de muerte violenta. Fue él quien compró el primer reconocimiento exterior para la Argentina, que todavía se llamaba Provincias Unidas. En su nombre invadió y destruyó la California dominada por los españoles.

Bouchard llegó al Río de la Plata en 1809 en un barco de corsarios franceses. El primer día de febrero de 1811 el gobierno de la Revolución lo nombra capitán del bergantín de guerra 25 de Mayo. Su primera batalla, la de San Nicolás, no es gloriosa: cuando el 2 de marzo oye los cañones de siete naves, Bouchard abandona a su jefe, Juan Bautista Azopardo, se tira al agua y gana la costa a nado con toda la tripulación. En el Consejo de Guerra presidido por Saavedra dirá que los marineros huyeron primero y que él fue impotente para contenerlos. Azopardo, en su diario, se queja de haber sido "vergonzosamente abandonado".

En tierra le va mejor: incorporado al Regimiento de Granaderos a Caballo, el 13 de febrero de 1813 contribuye al triunfo en San Lorenzo: mata de un pistoletazo al abanderado de los realistas y se queda con el pabellón enemigo; eso lo hace criollo y capitán del ejército de San Martín, que lo recomienda a la Asamblea Constituyente. Pero lo suyo es el pillaje y el saqueo, como Drake y Morgan, y pronto va a probarlo. En 1815 manda las corbetas Halcón y Uribe y marcha a reunirse con Brown, que comanda la Hércules. El irlandés lo espera en la isla de Mocha, sobre el Pacífico, para ir a cañonear el puerto de El Callao. Los dos han cambiado: William Brown es ahora Guillermo e Hypolite se ha convertido en Hipólito, súbditos de las Provincias Unidas. En una tormenta Bouchard pierde el Uribe. Brown, en cambio, captura la fragata española Consecuencia y toma prisionero al brigadier Mendiburu, gobernador de Guayaquil.

En febrero, Brown decide asaltar la fortaleza de Guayaquil pero Bouchard no lo acompaña porque estima la aventura demasiado riesgosa. En cambio, le propone un negocio: ofrece el Halcón y diez mil pesos en efectivo a cambio de la Consecuencia. Brown acepta y paga. Bouchard regresa a Buenos Aires el 18 de junio de 1816, en vísperas de la declaración de Independencia que San Martín y Belgrano piden a sablazos. El 9 de julio, "Nace a la faz de la tierra una nueva y gloriosa nación / coronada su sien de laureles /y a sus plantas rendido un león". Pero el problema más urgente es conseguir que alguna potencia extranjera y soberana reconozca ese nacimiento de parto tan doloroso. Rivadavia y Belgrano han viajado a Europa y no lo han conseguido porque están en desacuerdo sobre la forma de gobierno que se darán. Belgrano quiere coronar a un cacique inca y Rivadavia vislumbra una república liberal en la que pueda ser presidente. También San Martín propone un rey. A Bouchard le da lo mismo: ahora es sargento mayor de la Marina, tiene patente de corso y necesita una bandera que sea aceptada en todos los puertos. El 9 de julio de 1817 hace que toda la tripulación de la Argentina grite "¡Viva la patria!" y sale de Ensenada rumbo a Madagascar.

Para seguir su loca carrera es preciso tener a mano un mapamundi: en Tamatava, a la entrada del Océano índico, libera a los esclavos de cuatro barcos españoles y les canta el Himno Nacional para que el ruido llegue hasta Buenos Aires. Pasa por las costas occidentales de la India y entra en el Archipiélago del Sonda donde toca los puertos de Java, Macasar, Célebes, Borneo y Mindanao.

No le es fácil el periplo: en Java la Argentina atrapa el escorbuto y el capitán tira cuarenta cadáveres al mar. En Macasar lo atacan cinco barcos piratas pero en una hora y media de combate Bouchard pone en fuga a cuatro y se queda con el quinto. La batalla le deja siete marineros muertos a los que reemplaza con los más fornidos de la nave capturada. A los otros les ordena rezar y los hunde a cañonazos.

Por fin se acerca a Manila, en las Filipinas. Bloquea la entrada al puerto de Luzón, el más importante del archipiélago, convoca a oficiales y tripulantes al pie de la bandera y les hace una arenga de argentinidad, en francés para los oficiales, en castellano para los marinos. La empresa es espectacular: la Argentina saquea y hunde dieciséis buques mercantes. Bouchard captura a cuatrocientos tripulantes y un bergantín español. Al fin decide ir a China, pero la tempestad lo empuja a la Polinesia, donde va a llevarse una sorpresa mayor. Al acercarse al puerto de Karakakowa, en las islas Sandwich, le parece distinguir una nave conocida: echa ancla y reconoce a la Chacabuco, una de las corbetas de Brown, que fondea con el pabellón de Kameha-Meha, un reino soberano que nuclea a las incontables islas de Hawaii.

Alguien le dice que la tripulación de la Chacabuco, sublevada en Valparaíso, ha llegado extraviada a esas costas y ha vendido la nave al rey. Los criollos amotinados, hartos de mar, penando por caballos y llanura, consumen el botín de seiscientos quintales de sándalo y dos pipas de ron en las tabernas y prostíbulos de Karakakowa. Uno de ellos, por vergüenza o por nostalgia, conserva la flamante bandera de Belgrano.

Bouchard, que ha nacido en Saint Tropez, vislumbra un destino de medallas, honores y pampas tranquilas. En el instante mismo decide llevarse la corbeta y también el primer reconocimiento diplomático para la nación que nace.

Los gauchos borrachos que encuentra en el puerto le cuentan que hay un rey gordo que está siempre rodeado de mujeres de cintura ondulante. Por respeto y sin duda por temor lo apodan "Pedro el Grande de los Mares del Sur". El capitán recupera la bandera y el corazón se le hace todo fuego: averigua, pide, ruega y llega hasta el monarca. Lo que ha saqueado en cuatro mares alcanza y sobra para recuperar la Chacabuco. El rey de Kameha-Vleha acepta la indemnización pero confiesa no conocer la bandera que Bouchard le muestra. En inglés, en francés y en español el capitán le cuenta la gesta sudamericana, las interminables llanuras y los Andes nevados que ha cruzado San Martín. Agrega las selvas calientes del Chaco para conmover al monarca y sin vacilar lo nombra, bajo un sol de cincuenta grados, teniente coronel del ejército de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Ahí mismo le entrega uniforme, espada, charreteras y sombrero de granadero y le muestra un mapa del sur para que se ubique. El rey gordo no se emociona demasiado, pero el uniforme lo divierte y firma un tratado de "Unión para la paz, la guerra y el comercio" en el que consta que Kameha-Meha es la primera potencia del mundo en reconocer a las Provincias Unidas.

Ese 20 de agosto de 1817 el pirata Bouchard empieza a entrar en la historia. Mitre llamará a ese instante de Karakakowa "un triunfo diplomático". Vicente Fidel López, que tiene menos sentido del humor, califica al capitán de "corso del latrocinio".

Pero la irrisoria hazaña de Bouchard recién empieza. En tabernas y fumaderos de Hawaii recoge a los gauchos extraviados, fusila a dos gritones como escarmiento y pone proa a la lejana California. Un delirio de fortuna y grandeza le quema el alma: antes de que a esas costas las ganen los ingleses, se dice, llegarán los argentinos. El 23 de octubre de 1817, con la Chacabuco recuperada y en pie de guerra, zarpa para Norteamérica.

Ahí va Hipólito Bouchard, viento en popa y cañones limpios, a arrasar la California donde no están todavía el Hollywood del cine ni el Sillicon Valley de las computadoras. Lleva como excusa la flamante bandera argentina que ha hecho reconocer en Kameha-Meha, aunque los oficiales de su Estado Mayor se llamen Cornet, Oliver, Jhon van Burgen, Greyssa, Harris, Borgues, Douglas, Shipre y Miller.

El comandante de la infantería, José María Piris, y el aspirante Tomás Espora son de los pocos criollos a bordo. Entre los marineros de la Argentina y la Chacabuco van decenas de maleantes recogidos en los puertos del Asia, treinta hawaianos comprados al rey de Sandwich, casi un centenar de gauchos mareados y diez gatos embarcados en Karakakowa para combatir las ratas y las pestes.

Al terrible Bouchard, como a todos los marinos, lo preocupa la indisciplina: sabe que algunos de los desertores que habían sublevado la Chacabuco en Valparaíso se han refugiado en la isla de Atoy y quiere darles un escarmiento. Manda a José María Piris que se adelante a bordo de una fragata de los Estados Unidos e intime al rey que protege a los rebeldes. Antes de partir, los piratas norteamericanos, que roban cañones y los revenden, dan una fiesta a la oficialidad de las Provincias Unidas: corre el alcohol, se desatan las lenguas y un irlandés con pata de palo comenta, orgulloso, la intención argentina de bombardear la California.

El capitán de los piratas toma nota: en la bodega lleva doce cañones recién robados y si se adelanta con la noticia a Monterrey —la capital de California— podrá venderlos a cinco veces su precio.

El rey de Atoy no sabe dónde quedan las Provincias Unidas, nunca oyó hablar de las Provincias Unidas y teme una represalia española. Piris lo amenaza con la cólera del infierno y el rey, por las dudas, hace capturar a los sublevados entre los que se encuentra el cabecilla. El comandante duerme en la playa y cuando divisa los barcos de Bouchard se hace conducir en bote para dar la buena nueva.

El francés desconfía: en la entrevista con el rey comunica la sentencia de muerte para los sublevados asilados en Atoy y trata, como en Karakakowa, de hacer reconocer a la flamante nación. El rey se insolenta y dice, muy orondo, que los prisioneros se le han escapado.

"Comprometidos así la justicia y el honor del pabellón que tremolaba en mi buque, fue necesario apelar a la fuerza", cuenta Bouchard en sus Memorias. En realidad, basta con amagar. El rey manda a un emisario a parlamentar a la Argentina y lleva a los prisioneros a la playa. Bouchard baja, arrogante y triunfal, les lee la sentencia y ahí no más fusila a un tal Griffiths, cabecilla del amotinamiento. A los otros los conduce al barco y les hace dar "doce docenas de azotes".

El 22 de diciembre de 1818 llega a las costas de Monterrey sin saber que los norteamericanos han armado la fortaleza a precio vil. Bouchard traza su plan: pone doscientos hombres de refuerzo en la corbeta Chacabuco, le hace enarbolar una engañosa bandera de los Estados Unidos y la manda al frente a las órdenes de William (o Guillermo) Shipre.

Ya nadie recuerda la letra del Himno Nacional y Shipre hace cantar cualquier cosa antes de ir al ataque. Están calentándose los pechos cuando advierten que cesa el viento y la Chacabuco queda a la deriva. Desde el fuerte les tiran diecisiete cañonazos y no falla ninguno. La Chacabuco empieza a naufragar en medio del desbande y los gritos de los heridos. Shipre se rinde enseguida. Escribe Bouchard: "A los diecisiete tiros de la fortaleza tuve el dolor de ver arriar la bandera de la patria".

Todo es desolación y sangre en la Chacabuco pero Bouchard no quiere pasar vergüenza en Buenos Aires. Las Provincias Unidas de la Revolución han autorizado a más de sesenta buques corsarios para que recorran las aguas con pabellón celeste y blanco y las presas capturadas son más de cuatrocientas. De pronto, la joven nación está asolando los mares y las potencias empiezan a alarmarse. Todavía hoy la Constitución argentina autoriza al Congreso a otorgar patentes de corso y establecer reglamentos para las presas (art. 67, inc. 22).

Los pobres españoles de California no tenían ni un solo navío para su defensa. Bouchard ordena trasladar a los sobrevivientes de la Chacabuco a la Argentina pero abandona a los mutilados y heridos para que con sus gritos de espanto distraigan a los españoles. Al amanecer del 24, mientras en Monterrey se festeja la victoria, Bouchard comanda el desembarco con doscientos hombres armados de fusiles y picas de abordaje. Lo acompañan oficiales que no saben para quién pelean pero esperan repartirse un botín considerable. A las ocho de la mañana, después de un tiroteo, la tropa española abandona el fuerte y retrocede hacia las poblaciones. A las diez, Bouchard captura veinte piezas de artillería y con mucha pompa hace que los gauchos y los mercenarios formen en el patio mientras hace izar la bandera.

Sin embargo el capitán no está contento. Quiere que en el mundo se sepa de él, que le paguen la afrenta de la Chacabuco. Arenga a la tropa enardecida y la lanza sobre la población aterrorizada. Los marinos de Sandwich son implacables con la lanza y la pistola; otros tiran con fusiles y los gauchos manejan el cuchillo y el fuego a discreción. Dicen los historiadores de la Marina que Bouchard respeta a la población de origen americano y es feroz con la española. Difícil saber cómo hizo la diferencia en el vértigo del asalto. La fortaleza es arrasada hasta los cimientos. También el cuartel y el presidio. Las casas son incendiadas y la Nochebuena de 1818 es un vasto y horroroso infierno de llamas y lamentos. Después del pillaje, Bouchard manda guardar dos piezas de artillería de bronce para presentar en Buenos Aires con las barras de plata que encuentra en un granero.

Durante seis días, sobre los escombros y los cadáveres, flamea la bandera argentina. Los prisioneros liberados de la cárcel ayudan a reparar la Chacabuco mientras los soldados arman juerga sobre juerga a costa de las aterradas viudas de España, episodio que las historias oficiales eluden con pudor.

Tanto escándalo arman Bouchard y los suyos en el tjiorte que el Departamento de Estado norteamericano —cuenta el historiador Harold Peterson— "dio instrucciones a sus agentes para que protestaran vigorosamente contra los excesos cometidos con barcos que navegaban bajo la bandera y con comisiones de Buenos Aires". Sin embargo, recién en 1821, con Rivadavia como ministro de guerra, los Estados Unidos obtendrían un decreto de Revocación de las patentes de los corsarios: "En su forma literal —dice Peterson— este decreto representaba una entrega total a la posición por la cual los Estados Unidos habían luchado durante cinco años".

Para entonces, Bouchard ya había quemado toda California. Después de destruir Monterrey arrasa con la misión de San Juan, con Santa Bárbara y otras poblaciones que quedan en llamas. El 25 de enero de 1819 bloquea el puerto de San Blas y ataca Acapulco de México. En Guatemala destruye Sonsonate y toma un bergantín español. En Nicaragua, por fin, se echa sobre Realejo, el principal puerto español en los mares del sur y se queda con cuatro buques cargados con añil y cacao y veintisiete prisioneros. Esa fue su última hazaña.

Al llegar a Valparaíso, maltrecho por el ataque de otro pirata, Bouchard reclama la gloria pero lo espera la cárcel. Lord Cochrane, corsario al servicio de Chile, lo acusa de piratería, insubordinación y crueldad con los prisioneros capturados. Bouchard argumenta: "Soy un teniente coronel del Ejército de los Andes, un vecino arraigado en la Capital, un corsario que de mi libre voluntad he entrado a los puertos de Chile con el preciso designio de auxiliar a sus expediciones". Sobre las torturas ordenadas, se defiende así: "Que se pregunte por el trato que recibieron los tripulantes del corsario chileno Maipú u otro de Buenos Aires que, luego de apresado, entró a Cádiz con la gente colgada de los penoles".

Pasa apenas cinco meses en prisión. Al salir pone sus barcos a disposición de San Martín y le lleva granaderos a Lima. Ya en decadencia, reblandecido por dos hijas a las que apenas había conocido, se pone a las órdenes del Perú y en 1831 se retira a una hacienda. En 1843, un mulato harto de malos tratos lo degüella de un navajazo. Es una muerte en condicional: los apólogos de la Marina, que le justifican torturas y tropelías, no consignan ese indigno final.