jueves, 14 de febrero de 2008

"La Lección de Canto" (Katherine Mansfield)

Desesperada, con una desesperación gélida e hiriente que se clavaba en el corazón como una navaja traidora, la señorita Meadows, con toga y birrete y portando una pequeña batuta, avanzó rápidamente por los fríos pasillos que conducían a la sala de música. Niñas de todas las edades, sonrosadas a causa del aire fresco, y alborotadas con la alegre excitación que produce llegar corriendo a la escuela una espléndida mañana de otoño, pasaban corriendo, precipitadas, empujándose; desde el fondo de las aulas llegaba el ávido resonar de las voces; sonó una campana, una voz que parecía la de un pajarillo llamó: «Muriel». Y luego se oyó un tremendo golpe en la escalera, seguido de un clong, clong, clong. Alguien había dejado caer las pesas de gimnasia.

La profesora de ciencias interceptó a la señorita Meadows.

-Buenos días -exclamó con su pronunciación afectada y dulzona-. ¡Qué frío!, ¿verdad? Parece que estamos en invierno.

Pero la señorita Meadows, herida como estaba por aquel puñal traicionero, contempló con odio a la profesora de ciencias. Todo en aquella mujer era almibarado, pálido, meloso. No le hubiera sorprendido lo más mínimo ver a una abeja prendida en la maraña de su pelo rubio.

-Hace un frío que pela -respondió la señorita Meadows, taciturna.

La otra le dirigió una de sus sonrisas dulzonas.

-Pues tú parece que estás helada -dijo. Sus ojos azules se abrieron enormemente, y en ellos apareció un destello burlón. (¿Se habría dado cuenta de algo?)

-No, no tanto -respondió la señorita Meadows, dirigiendo a la profesora de ciencias, en réplica a su sonrisa, una rápida mueca, y prosiguiendo su camino...

Las clases de cuarto, quinto y sexto estaban reunidas en la sala de música. La algarabía que armaban era ensordecedora. En la tarima, junto al piano, estaba Mary Beazley, la preferida de la señorita Meadows, que tocaba los acompañamientos. Estaba girando el atril cuando descubrió a la señorita Meadows y gritó un fuerte «;Sssshhhh! ¡chicas!», mientras la señorita Meadows, con las manos metidas en las mangas de la toga, y la batuta bajo el brazo, bajaba por el pasillo central, subía los peldaños de la tarima, se giraba bruscamente, tomaba el atril de latón, lo plantificaba frente a ella, y daba dos golpes secos con la batuta pidiendo silencio.

-¡Silencio, por favor! ¡Cállense ahora mismo! -Y, sin mirar a nadie en particular, paseó su mirada por aquel mar de variopintas blusas de franela, de relucientes y sonrosadas manos y caras, de lacitos en el pelo que se estremecían cual mariposas, y libros de música abiertos. Sabía perfectamente lo que estaban pensando. «La Meady está de malas pulgas.» ¡Muy bien, que pensasen lo que les viniese en gana! Sus pestañas parpadearon; echó la cabeza atrás, desafiándolas. ¿Qué podían importar los pensamientos de aquellas criaturas a alguien que estaba mortalmente herida, con una navaja clavada en el corazón, en el corazón, a causa de aquella carta...?

«Cada vez presiento con mayor nitidez que nuestro matrimonio sería un error. Y no es que no te quiera. Te quiero con todas las fuerzas con las que soy capaz de amar a una mujer, pero, a decir verdad, he llegado a la conclusión de que no tengo vocación de hombre casado, y la idea de formar un hogar no hace mas que...» y la palabra «repugnarme» estaba tachada y en su lugar había escrito «apesadumbrarme».

¡Basil! La señorita Meadows se acercó al piano. Y Mary Beazley, que había estado esperando aquel instante, hizo una inclinación; sus rizos le cayeron sobre las mejillas mientras susurraba:

-Buenos días, señorita Meadows. -Y, más que darle, le ofrendaba un maravilloso crisantemo amarillo. Aquel pequeño rito de la flor se repetía desde hacía mucho tiempo, al menos un trimestre y medio. Y ya formaba parte de la lección con la misma entidad, por ejemplo, que abrir el piano. Pero aquella mañana, en lugar de tomarlo, en lugar de ponérselo en el cinto mientras se inclinaba junto a Mary y decía: «Gracias, Mary. ¡Qué maravilla! Busca la página treinta y dos», el horror de Mary no tuvo límites cuando la señorita Meadows ignoró totalmente el crisantemo, no respondió a su saludo, y dijo con voz gélida:

-Página catorce, por favor, y marca bien los acentos.

¡Qué momento de confusión! Mary se ruborizó hasta que lágrimas le asomaron a los ojos, pero la señorita Meadows había vuelto junto al atril, y su voz resonó por toda la sala:

-Página catorce. Vamos a empezar por la página catorce. Un lamento. A ver, niñas, ya deberían saberlo de memoria. Vamos a cantarlo todas juntas, no por partes, sino todo seguido. Y sin expresión. Quiero que lo canten sencillamente, marcando el compás con la mano izquierda.
Levantó la batuta y dio dos golpecitos en el atril. Y Mary atacó los acordes iniciales; y todas las manos izquierdas se pusieron a oscilar en el aire, y aquellas vocecillas chillonas, juveniles, empezaron a cantar lóbregamente:

¡Presto! Oh cuán presto marchitan las rosas del placer;
qué pronto cede el otoño ante el lóbrego invierno.
¡Fugaz! Qué fugaz la musical alegría se quiere volver
alejándose del oído que la sigue con arrebato tierno.

¡Dios mío, no había nada más trágico que aquel lamento! Cada nota era un suspiro, un sollozo, un gemido de incomparable dolor. La señorita Meadows levantó los brazos dentro de la amplia toga y empezó a dirigir con ambas manos. «...Cada vez presiento con mayor nitidez que nuestro matrimonio sería un error...», marcó. Y las voces cantaron lastimeramente: ¡Fugaz! Qué fugaz... ¡Cómo se le podía haber ocurrido escribir aquella carta! ¿Qué lo podía haber inducido a ello? No tenía ninguna razón de ser. Su última carta había estado exclusivamente dedicada a la compra de unos anaqueles en roble curado al humo para «nuestros» libros, y una «preciosa mesita de recibidor» que había visto, «un mueblecito precioso con un búho tallado, que estaba sobre una rama y sostenía en las garras tres cepillos para los sombreros». ¡Cómo la había hecho sonreír aquella descripción! ¡Era tan típico de un hombre pensar que se necesitaban tres cepillos para los sombreros! La sigue con arrebato tierno..., cantaban las voces.

-Otra vez -dijo la señorita Meadows-. Pero ahora vamos a cantarla por partes. Todavía sin expresión.

-¡Presto! Oh cuán presto... -con la añadidura de la voz triste de las contraltos, era imposible evitar un estremecimiento- marchitan las rosas del placer. -La última vez que Basil había ido a verla llevaba una rosa en el ojal. ¡Qué apuesto estaba con aquel traje azul y la rosa roja! Y el muy pícaro lo sabía. No podía no saberlo. Primero se había alisado el pelo, luego se atusó el bigote; y cuando sonreía sus dientes eran perlas.

-La esposa del director del colegio siempre me está invitando a cenar. Es de lo más engorroso. Nunca consigo tener una tarde para mí en esa escuela.

-¿Y no puedes rechazar la invitación?

-Verás, una persona en mi posición debe procurar ser popular.

-...la musical alegría se quiere volver -atronaban las voces. Tras los altos y estrechos ventanales los sauces eran mecidos por el viento. Ya habían perdido la mitad de las hojas. Las que quedaban se agarraban, retorcidas como peces atrapados en el anzuelo. «...No tengo vocación de hombre casado... » Las voces habían cesado; el piano esperaba.

-No está mal -dijo la señorita Meadows, pero todavía en un tono tan extraño y lapidario que las niñas más jóvenes empezaron a sentirse asustadas-. Pero ahora que lo saben, tenemos que cantarlo con expresión. Con toda la expresividad de la que sean capaces. Piensen en la letra, niñas. Empleen la imaginación. ¡Presto! Oh cuán presto... -entonó la señorita Meadows-. Esto es lo que debe ser un lamento, algo fuerte, recio, un forte. Y luego, en la segunda línea, cuando dice el lóbrego invierno, que ese lóbrego sea como si un viento helado soplase por él. ¡Ló-bre-go! -cantó en un tono tan lastimero que Mary Beazley, frente al piano, sintió un escalofrío-. Y la tercera línea debe ser un crescendo. ¡Fugaz! Qué fugaz la musical alegría se quiere volver. Que se rompe con la primera palabra de la última línea, alejándose. Y al llegar a del oído ya tienen que empezar a apagarse, a morir.., hasta que arrebato tierno no sea más que un débil susurro... En la última línea pueden demorarse cuanto quieran. Vamos a ver.

Y de nuevo los dos golpecitos; y los brazos levantados.

-¡Presto! Oh cuán presto... -«... y la idea de formar un hogar no hace más que repugnarme». Repugnarme, eso era lo que había escrito. Aquello equivalía a decir que su compromiso quedaba roto para siempre. ¡Roto! ¡Su compromiso! La gente ya se había mostrado bastante sorprendida de que estuviese prometida. La profesora de ciencias al principio no le creyó. Pero quizá la más sorprendida había sido ella misma. Tenía treinta años. Basil veinticinco. Había sido un milagro, un puro milagro, oírle decir, mientras paseaban hacia su casa volviendo de la iglesia aquella noche oscura: «¿Sabes?, no sé exactamente cómo, pero te he tomado cariño». Y le había cogido un extremo de la boa de plumas de avestruz- que la sigue con arrebato tierno.

-¡A repetirlo, a repetirlo! -exclamó la señorita Meadows-. ¡Un poco más de expresión, muchachas! ¡Una vez más!

-¡Presto! Oh cuán presto... -Las chicas mayores ya tenían el rostro congestionado; algunas de las pequeñas empezaron a sollozar. Grandes salpicaduras de lluvia cayeron contra los cristales, y se oía el murmullo de los sauces, «y no es que no te quiera...».

«Pero, querido, si me amas -pensó la señorita Meadows- no me importa que sea mucho o poco, con tal de que sea algo.» Pero sabía que en realidad él no la quería. ¡Que no se hubiera preocupado por borrar bien aquel «repugnarme» para que ella no lo pudiese leer!

-Qué pronto cede el otoño ante el lóbrego invierno.

Y también tendría que abandonar la escuela. Nunca más podría soportar la cara de la profesora de ciencias o de las alumnas una vez se supiese. Tendría que desaparecer, irse a otro lugar.

-Alejándose del oído... -Las voces empezaron a agonizar, a morir, a desvanecerse... en un susurro...

De pronto se abrió la puerta. Una niña pequeña, vestida de azul, avanzó con aire remilgado por el pasillo, moviendo la cabeza, mordiéndose los labios, y dando vueltas a la pulserita de plata que llevaba en la muñeca. Subió los peldaños y se detuvo ante la señorita Meadows.

-¿Qué sucede, Mónica?

-Señorita Meadows -dijo la niña tartamudeando-, la señorita Wyatt dice que desea verla en la sala de profesoras.

-De acuerdo -respondió la profesora. Y llamó la atención de las muchachas-: Confío por el propio bien de ustedes que sabrán comportarse y no hablar fuerte mientras salgo un momento. -Pero estaban demasiado espantadas para alborotar. La gran mayoría se estaba sonando.

Los pasillos estaban silenciosos y fríos; y resonaban con los pasos de la señorita Meadows. La directora estaba sentada a su mesa. Tardó unos segundos en mirarla. Como de costumbre, estaba desenredándose las gafas que se le habían enganchado en la corbata de puntillas.

-Siéntese, señorita Meadows -dijo muy amablemente. Y tomó un sobre rosado que se hallaba sobre el secante del escritorio-. Le he hecho avisar en mitad de la clase porque acaba de llegar este telegrama para usted.

-¿Un telegrama para mí, señorita Wyatt?

¡Basil! ¡Basil se había suicidado!, decidió la señorita Meadows. Alargó la mano pero la señorita Wyatt retuvo el telegrama un instante.

-Espero que no sean malas noticias -dijo, con forzada amabilidad. Y la señorita Meadows lo abrió precipitadamente.

«No hagas caso carta, debí estar loco, hoy compré mesita sombrerero. Basil», leyó. No podía apartar los ojos del telegrama.

-Espero que no sea nada grave -dijo la señorita Wyatt inclinándose hacia adelante.

-Oh, no, no. Muchas gracias, señorita Wyatt -replicó la señorita Meadows ruborizándose. No es nada grave. Es... -dijo con una risita de disculpa-, es de mi prometido anunciándome que... que... -se produjo un silencio.

-Ya entiendo -dijo la señorita Wyatt. Hubo otro silencio. Y añadió-: Todavía le quedan quince minutos de clase, señorita Meadows, si no me equivoco.

-Sí, señorita Wyatt -dijo, levantándose. Y casi salió corriendo hacia la puerta.

-Ah, un instante, señorita Meadows -dijo la directora-. Debo recordarle que no me gusta que las profesoras reciban telegramas en horas de clase, a menos que sea por motivos muy graves, la muerte de un familiar -explicó la señorita Wyatt-, un accidente muy grave, o algo así. Las buenas noticias, señorita Meadows, siempre pueden esperar.

En alas de la esperanza, el amor, la alegría, la señorita Meadows se apresuró a regresar a la sala de música, bajando por el pasillo, subiendo a la tarima y acercándose al piano.

-Página treinta y dos, Mary -dijo-, página treinta y dos. -Y tomando aquel amarillísimo crisantemo se lo llevó a los labios para ocultar su sonrisa. Luego se volvió a las chicas y dio unos golpecitos con la batuta-: Página treinta y dos, niñas, página treinta y dos.

Venimos aquí hoy de flores coronadas,
con canastillas de frutas y de cintas adornadas,
para así felicitar...

-¡Basta, basta! -exclamó la señorita Meadows-. Esto es terrible, horroroso. -Y sonrió a las muchachas-. ¿Qué demonios les pasa hoy? Piensen, piensen un poco en lo que cantan. Empleen la imaginación. De flores coronadas, Canastillas de frutas y de cintas adornadas. Y para felicitar -exhaló la señorita Meadows-. No pongan esa cara tan triste, niñas. Tiene que ser una canción cálida, alegre, placentera. Para felicitar. Una vez más. Vamos, aprisa. Todas juntas ¡Ahora!

Y esta vez la voz de la señorita Meadows se levantó por encima de todas las demás, matizada, brillante, llena de expresividad.

miércoles, 6 de febrero de 2008

"El Sacerdote" (William Faulkner)

Había casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría la unión completa y mística con el Señor que apasionadamente había deseado. Durante su estudiosa juventud había sido aleccionado para esperarla día tras día; él había tenido la esperanza de alcanzarla a través de la confesión, a través de la charla con aquellos que parecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hasta que los fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseaba apasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su sangre y de su carne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos: esperaba algo como el sueño, un estado que habría de alcanzar y en el cual las voces de su sangre serían aquietadas. 0, mejor aún, domeñadas. Que, cuando menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las voces se perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente de sentido entre los desfiladeros y las cumbres mayestáticas de la Gloria de Dios.
Pero no lo había alcanzado. En el seminario, tras una charla con un sacerdote, solía volver a su dormitorio en un éxtasis espiritual, un estado emocional en el cual su cuerpo no era sino un letrero con un mensaje llameante que habría de agitar el mundo. Y veía aliviadas sus dudas; no albergaba duda ni tampoco pensamiento. La finalidad de la vida estaba clara: sufrir, utilizar la sangre y los huesos y la carne como medios para alcanzar la gloria eterna, algo magnífico y asombroso, siempre que se olvide que fue la historia y no la época quien creó los Savonarola y los Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a las hambres y las roeduras de la carne, alcanzar la unión espiritual con el Infinito, morir, ¿cómo podía compararse con esto el placer físico anhelado por su sangre?
Pero, una vez entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán pronto olvidaba todo aquello! Los puntos de vista y la insensibilidad de sus condiscípulos eran un enigma para él. ¿Cómo podía alguien a un tiempo pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda de que acaso se estaba perdiendo algo, de que acaso, después de todo, fuera cierto que la vida se limitaba sólo a lo que uno pudiera obtener en los breves setenta años que al hombre caben. ¿Quién lo sabía? ¿Quién podía saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivió en Italia en una era semejante a plata, semejante a una flor imperecedera, y que creó un culto al amor más allá de la carne, esquilmado de las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sino una excusa, sino un paliativo a los terribles miedos y dudas? ¿No era la vida de aquel hombre apasionado y hacía tanto tiempo muerto semejante a la suya; un tejido de miedo y duda y una apasionada persecución de algo bello y excelso? Sólo que algo bello y excelso significaba para él no una Virgen sosegada por el dolor y fijada como una bendición vigilante en el cielo del oeste, sino una criatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida, que había sido sorprendida por la vida y utilizada y torturada; una pequeña criatura de marfil despojada de su primogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que declina. Para decirlo de otro modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay de apasionada persecución del hoy, del instante mismo; pues sabe que el mañana tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa, porque el hoy es suyo. Se ha tomado una niña y se ha hecho de ella el símbolo de los viejos pesares del hombre, pensó, y también yo soy un niño despojado de su niñez.
La tarde era como una mano alzada hacia el oeste; cayó la noche, y la luna nueva se deslizó como un barco de plata por un verde mar. Se sentó sobre su catre y se quedó mirando hacia el exterior, mientras las voces de sus compañeros se iban mitigando a su pesar con la magia del crepúsculo. El mundo sonaba afuera, y se eclipsaba; tranvías y taxímetros y peatones. Sus compañeros hablaban de mujeres, de amor, y él se dijo a sí mismo: ¿Pueden estos hombres llegar a ser sacerdotes y vivir en la abnegación y en la ayuda a la humanidad? Sabía que podían, y que lo harían, lo cual era más duro. Y recordó las palabras del padre Gianotti, con quien no estaba de acuerdo:
-A través de la historia el hombre ha fomentado y creado circunstancias sobre las que no tiene control. Y lo único que podrá hacer es dar forma a las velas con las que capeará el temporal que él mismo ha provocado. Y recuerden: la única cosa que no cambia es la risa. El hombre siembra, y recoge siempre tragedia; pone en la tierra semillas que valora en mucho, que son él mismo, ¿y cuál es su cosecha? Algo acerca de lo cual no ha podido aprender nada, algo que lo supera. El hombre sabio es aquel que sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea su vocación, y reír. Si tienes dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risa se renueva a sí misma como la copa de vino de la fábula.
Pero la humanidad vive en un mundo de ilusión, utiliza sus insignificantes poderes para crear en torno un lugar extraño y estrafalario. Lo hacía también él mismo, con sus afirmaciones religiosas, al igual que sus compañeros con su charla eterna sobre mujeres. Y se preguntó cuántos sacerdotes de vida casta y dedicados a aliviar el sufrimiento humano serían vírgenes, y si el hecho de la virginidad supondría alguna diferencia. Sin duda sus compañeros no eran castos; nadie que no haya tenido relación con mujeres puede hablar de ellas tan familiarmente; y sin embargo, llegarían a ser buenos sacerdotes. Era como si el hombre recibiera ciertos impulsos y deseos sin ser consultado por el autor de la donación, y el satisfacerlos o no dependiera exclusivamente de él mismo. Pero él no era capaz de decidir en tal sentido; no podía creer que los impulsos sexuales pudieran desbaratar la filosofía global de un hombre, y que sin embargo pudieran ser aquietados de ese modo. “¿Qué es lo que quieres?”, se preguntó. No lo sabía: no era tanto el deseo particular de alguna cosa cuanto el temor de perder la vida y su sentido por culpa de una frase, de unas palabras vacías, sin ningún significado. “Ciertamente, en razón de mi ministerio, deberías saber cuán poco significan las palabras”.
¿Y en caso de que hubiera algo latente, alguna respuesta al enigma del hombre al alcance de la mano pero que él no pudiera ver? “El hombre desea pocas cosas aquí abajo”, pensó. ¡Pero perder lo poco que tiene!
El pasear por las calles no hizo que viera más claro su problema. Las calles estaban llenas de mujeres: chicas que volvían del trabajo; sus cuerpos jóvenes y airosos se hacían símbolos de gracia y de belleza, de impulsos anteriores al cristianismo.“¿Cuántas de ellas tendrán amantes? -se preguntó-. Mañana me mortificaré, haré penitencia por esto mediante la oración y el sacrificio, pero ahora abrigaré estos pensamientos en los que ha tanto tiempo he deseado pensar”.
Había chicas por doquier; sus delgadas ropas daban forma a su paso en la Calle Canal. Chicas que iban a casa para almorzar -el pensamiento de la comida entre sus dientes blancos, de su placer físico al masticar y digerir los alimentos, encendió todo su ser-, para fregar en la cocina; chicas que iban a vestirse y a salir a bailar en medio de sensuales saxofones y baterías y luces de colores, que mientras duraba la juventud tomaban la vida como un coctel de una bandeja de plata; chicas que se sentaban en casa y leían libros y soñaban con amantes a lomos de caballos con arreos de plata.
“¿Es juventud lo que quiero? ¿Es la juventud que hay en mí y que clama hacia la juventud en otros seres lo que me conturba? Entonces, ¿por qué no me satisface el ejercicio, la contienda física con otros jóvenes de mi sexo? ¿0 es la Mujer, el femenino sin nombre? ¿Habrá de venirse abajo en este punto toda mi filosofía? Si uno ha venido al mundo a padecer tales compulsiones, ¿dónde está mi Iglesia, dónde esa mística unión que me ha sido prometida? ¿Y qué es lo que debo hacer: obedecer estos impulsos y pecar, o reprimirlos y verme torturado para siempre por el temor de que en cierto modo he desperdiciado mi vida en aras de la abnegación?”.
“Purificaré mi alma”, se dijo. La vida es más que eso, la salvación es más que eso. Pero oh, Dios, oh, Dios, ¡la juventud está tan presente en el mundo! Está por doquiera en los jóvenes cuerpos de chicas embotadas por el trabajo, sobre máquinas de escribir o tras mostradores de tiendas, de chicas al fin evadidas y libres que exigen la herencia de la juventud, que hacen subir sus ágiles y suaves cuerpos a los tranvías, cada una con quién sabe qué sueño. “Salvo que el hoy es el hoy, y que vale mil mañanas y mil ayeres”, exclamó.
“Oh, Dios, oh, Dios. ¡Si al menos fuera ya mañana! Entonces, seguramente, cuando haya sido ordenado y me convierta en un siervo de Dios, hallaré consuelo. Entonces sabré cómo dominar estas voces que hay en mi sangre. Oh, Dios, oh, Dios, ¡si al menos fuera ya Mañana!”
En la esquina había una expendeduría de tabaco: había hombres comprando, hombres que habían finalizado su jornada de trabajo y volvían a sus casas, donde les esperaban suculentas comidas, esposas, hijos; o a cuartos de soltero para prepararse y acudir a citas con prometidas o amantes; siempre mujeres. Y yo, también, soy un hombre: siento como ellos; yo, también, respondería a blandas compulsiones.
Dejó la Calle Canal; dejó los parpadeantes anuncios eléctricos que habrían de llenar y vaciar el crepúsculo, inexistentes a sus ojos y por lo tanto sin luz, lo mismo que los árboles son verdes únicamente cuando son mirados. Las luces llamearon y soñaron en la calle húmeda, los ágiles cuerpos de las chicas dieron forma a su apresuramiento hacia la comida y la diversión y el amor; todo quedaba a su espalda ahora; delante de él, a lo lejos, la aguja de una iglesia se alzaba como una plegaria articulada y detenida contra la noche. Y sus pisadas dijeron: “¡Mañana! ¡Mañana!”.
Ave María, deam gratiam... torre de marfil, rosa del Líbano...